Cuando traes un perro a casa, sabes que vas a recibir más amor que nunca, pero también sabes que, en algún momento, se te va a partir el corazón.
Por
Emily Ash Powell
Contributor
Si me hubieran pagado una libra cada vez que he señalado a un perro por la calle y he dicho: ”¡Mira, un perrito!” a lo largo de mi vida, estoy segura de que podría comer todos los días en un restaurante de lujo durante un año. Como poco.
Tener un perro es uno de los mayores placeres de la vida. Pero tiene un inconveniente: a no ser que adoptes, rescates o compres un perro poco antes de morir tú, lo más probable es que sobrevivas a tu perro. Cuando traes un perro a casa, sabes que vas a recibir más amor que nunca, pero también sabes que, en algún momento, se te va a partir el corazón.
Hace un año me llegó el turno a mí, cuando mi madre me llamó por teléfono para decirme que nuestra perrita, Lola, no iba a despertar más.
Cuatro años y nueve meses antes de eso, mi madre decidió presentarse en la residencia de mi universidad. Una conducta muy sospechosa. ¿Me había metido en algún problema? ¿Había malas noticias? Me dijo: “Tengo que decirte algo”. Recuerdo que le pregunté: ”¿¡Estás embarazada!?”.
Antes de que tuviera tiempo de estresarme por tener un hermanito de otra generación, mi madre puso los ojos en blanco y dijo: “No, Emily, no estoy embarazada. Vamos a tener otro perrito”.
Lo primero que sentí fue alivio. Después, pura felicidad. Sospeché que era una estrategia para que volviera a casa más a menudo de visita.
“¿Alguna vez has querido tanto a alguien que, cuando llegaba a casa, no sabías si saltar, llorar, correr, chillar o darle tu juguete favorito para mostrarle tu amor?”
Lola llegó a casa unas semanas después. Yo llegué solo una hora más tarde. Tardé un minuto en enamorarme. Lola era de raza shar pei, como nuestro otro perro, Didi: un amasijo de arrugas con pelaje marrón suave, lengua negra y orejitas pequeñas triangulares. Según la postura, parecía un pan de molde de terciopelo oscuro.
Durante cuatro años y medio, Lola seguía a Didi por toda la casa, dormía en su cama y le traía juguetes para llamar su atención. Él le enseñó dónde se escondían las ardillas en nuestro jardín y dónde apoyarse en la ventana para vigilar lo que hacía ese malvado repartidor. Didi la perseguía por la playa, donde les encantaba cavar hoyos juntos sin parar de ladrar y meneando el rabo a toda velocidad.
El pasado mes de febrero, Lola perdió el apetito y adelgazó hasta que se le empezaron a marcar los huesos. En la clínica tuvieron que raparle una zona del pelaje para hacerle un análisis de médula en busca de tumores. Lola no dejó de menear el rabo en ningún momento, lo que supongo que es el equivalente perruno a portarse como una valiente.
Una noche de julio, Lola se desplomó en el pasillo de casa tras sufrir convulsiones. A la mañana siguiente, en el veterinario, la durmieron. Y eso fue todo. Al final, sí que fue un tumor, pero no el que sospechaban.
No creí a mi madre cuando me lo dijo. No había considerado la posibilidad de perderla. Simplemente, había dado por hecho que acabaría mejorando. Pero no pude estar más equivocada. Lloré desconsolada como nunca antes lo había hecho, y mi madre hizo lo propio al otro lado de la línea.
Falté tres días al trabajo. Mis amigos me enviaron flores, postales y mensajes por Whatsapp y hasta vinieron a hacerme la comida y me dejaron llorar en su regazo. Hasta los amigos que no tenían perro entendían que el amor que sentía por Lola era infinito. Está claro que Lola había echado una mano (o una patita) para forjar ese amor.
“Nadie firmaría que le rompieran el corazón sin saber que, a cambio, va a recibir el amor más mágico, especial e incondicional del mundo”
Muchas personas dicen que los perros saben que sus amos son quienes les dan la comida y que se portan así para aumentar sus probabilidades de recibir más comida, pero yo no lo veo así.
A los humanos nos encantan los padres, la familia, los amigos, las parejas, las historias, los trabajos, los trajes que nos quedan bien, las aventuras y la comida tan deliciosa que se nos olvida hacer foto para Instagram antes de hincarle el diente. Pero ¿alguna vez has querido tanto a alguien que, cuando llegaba a casa, no sabías si saltar, llorar, correr, chillar o darle tu juguete favorito para mostrarle tu amor? ¿Quieres tanto a alguien como para tumbarte a sus pies por la noche aunque la tele esté alta, pese a que dormirías mejor en tu cama blandita que en el suelo o en la moqueta áspera? ¿Quieres a alguien tanto que en cuanto sale de casa ya estás deseando que vuelva y te sientas a esperarle durante horas frente a la ventana?
“Solo nos dio amor y solo pidió amor a cambio”
Sé cuáles son mis respuestas. Y todos quienes tienen perro lo saben también. Porque está claro que nadie firmaría que le rompieran el corazón sin saber que, a cambio, va a recibir el amor más mágico, especial e incondicional del mundo.
Cuando nos llegaron las cenizas de Lola, la llevamos a la playa por última vez. Esparcimos sus cenizas en el mar y cavamos un último hoyo por ella, en honor de un perrito con una vida breve que solo nos dio amor y solo pidió amor a cambio. La playa parecía estar detenida, como si estuviera esperando que cavaran más hoyos. Cuando llegamos a casa de mi madre, sus rincones favoritos parecían estar esperando a Lola.
Un año después, sus rincones siguen esperándola. Hoy la calle parece un horno y el sol baña hasta el último recoveco del jardín. En alguna parte de este jardín, Lola está disfrutando del sol, con la lengua fuera y meneando el rabo.
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