De algún modo todos vivimos sobre un cráter. Saberlo, más que generar incertidumbre, debe educarnos en ella
No me escandalizaron las declaraciones de la ministra Maroto sobre el futuro atractivo turístico del volcán. No porque no sean para poner el grito en el cielo, sino porque estamos curadas de espantos. Me había pasado la tarde anterior con la tele canaria puesta de fondo mientras planchaba y, durante la emisión, expertos, periodistas y políticos no dejaron caer de su boca la palabra turismo ni se cortaron al hablar de la ocasión que el volcán supondrá para seguir colocando Canarias "en un lugar central del turismo internacional". Tampoco me eché las manos a la cabeza dando grandes alaridos al escuchar a Toni Cantó hablar de la posibilidad de "enriquecernos con nuestra lengua" y del español como un activo económico (ignora que la lengua es -hasta el momento- gratis). Ni me inmuté cuando Pedro Sánchez habló de solidaridad para definir el hecho de donar a otros países las vacunas que nos sobran. Nos han acostumbrado a escucharles decir majaderías salidas del neoliberalismo histriónico. Me sorprenden las barbaridades, no el hecho de que las profieran. Para ellos, el epítome de la belleza violenta del fuego de la tierra, del idioma español y del fin de la pandemia es imaginarse a turistas regresando en hordas a por postales.
Durante estos días, al contemplar la imagen del volcán, hemos tenido que conciliar la fascinación ante la fuerza de la naturaleza y la compasión (dicho sea en su sentido radical, que es el de "sufrir junto a") para con quienes han perdido, estrictamente, su lugar en el mundo. Ya no existen sus calles, sus huertos ni sus casas. Visto desde acá, una se siente tentada a preguntarse cómo pueden soportar el rugido de la montaña, el suelo temblando, las explosiones. Como si acaso aquí o en cualquier otro lugar del planeta estuviéramos a salvo del estallido de la naturaleza, o peor aún, de las tragedias provocadas por nosotros mismos. Recordar que nadie está a salvo, que de algún modo todos vivimos sobre un cráter, más que generar incertidumbre, debiera educarnos en ella. De las ciudades invisibles de Calvino, una de mis favoritas es Octavia, construida sobre un precipicio entre dos montañas. La ciudad entera se encuentra suspendida en el abismo, pende sobre la nada. Para los habitantes de Octavia -cuenta Marco Polo al Kan- la vida no es menos incierta que en otros lares. Antes bien, conocen mejor que nadie los propios límites. Tenerlos presentes es, de hecho, el gran aprendizaje.
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