El mero recuerdo -no podríamos decir que se haya conmemorado o celebrado- del nonagésimo aniversario de la aprobación del voto femenino durante la II República, ha servido para que asistamos a un delirante ejercicio de riña política. Una tosca ceremonia de declaraciones y mensajes en redes sociales que aprovechan unos y otros para asumir glorias lejanas como propias y achacar toda miseria al adversario. La historia puede analizarse e interpretarse, pero los hechos son indubitables. Aquella votación salió adelante por el fervor de Clara Campoamor y con las reticencias de parte de la izquierda. Incluidas prestigiosas mujeres como Victoria Kent o Margarita Nelken. Nadie podría tacharlas de reaccionarias. Más bien, de prudentes e incluso miedosas. Pero nunca antisufragistas. Basta consultar el Diario de Sesiones para comprobar como la norma obtuvo votos a favor y en contra de diputados de todos los partidos. Y cómo se dieron apoyos y rechazos por convencimiento y también, por mera estrategia e interés político.
El uso de acontecimientos históricos como arma arrojadiza se ha convertido en costumbre entre nuestros políticos. Defienden, en su inanidad intelectual, que cada uno de los logros de la Humanidad se debe a aquellos con los que comparten ideología y todos los desastres son responsabilidad de quien piensa distinto. Los escuchas o los lees y compruebas que padecen una especie de dislocación temporal. Viven en un esquizofrénico anacronismo que se agrava a diario.
Deberían recordar a Heráclito de Éfeso y entender de una vez que "nadie puede bañarse dos veces en el mismo río". El cauce será aparentemente el mismo, pero el agua siempre será distinta. En este caso ocurre igual. El cambio es una constante de la vida y de la historia. Si, ni uno mismo, a poco que razone, opina igual en dos etapas diferentes de su vida, ¿cómo es posible pretender que por compartir ideas con alguien puedas arrogarte sus logros como propios? No somos responsables ni herederos del trabajo de otros. A lo más, beneficiarios o perjudicados. A todos se nos debe enjuiciar por lo que hacemos y conseguimos. En absoluto por la labor, acertada o equivocada de quienes nos precedieron. Quizá el problema de hoy es que, como dijo Churchill, los políticos prefieren ser importantes en lugar de útiles. Y como el bagaje propio es muy limitado se apropian el trabajo de otros para sentirse lo que no son: importantes.
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