Frente a la violencia, la Administración debe responder sin vacilaciones. Y no solo cuando, como en el suceso del IES Azahar, la noticia salta a los medios de comunicación
Una profesión de riesgo |
Desde julio de 2021, en Andalucía, cualquier amenaza, coacción o agresión física hacia un profesor se considera atentado contra una autoridad pública, lo que dice mucho acerca de la generosidad mostrada por el docente que renuncia a emprender acciones judiciales. Hay ocasiones en que la víctima prefiere no echar más leña al fuego, o considera que la sanción estipulada por las autoridades educativas es una medida lo bastante justa como para contentar a todos. Dicha sanción supone la expulsión cautelar por un mes y el subsiguiente cambio de centro. No olvidemos que esos infortunados colegas han podido compartir muchas horas de aula con sus agresores, y que, en algunos casos, la consideración de las circunstancias personales del alumno aplaca la comprensible ira de quien ha sufrido el ataque. En el caso del IES Burguillos, el profesor M.R. confió en sus superiores: la Dirección del instituto y el Servicio de Inspección. Hasta donde se sabe, los primeros cumplieron con su deber, mientras que los segundos faltaron a él clamorosamente. Al profesor, empujado y zarandeado en mitad de clase por un alumno de quince años, le bastaba con saber que el muchacho no volvería a pisar su aula. Por desgracia, no sucedió así: el alumno regresó al cabo del mes de suspensión y permaneció escolarizado en el centro otros dos meses. En ese tiempo, tuvo ocasión de protagonizar nuevos altercados, jactarse ante el profesor de la inmunidad lograda y ser expulsado un par de veces más. Casualmente, fíjense qué prodigio, apenas dos horas después de que este diario hiciera público el malestar del claustro, los mandatarios de la Delegación encontraron un hueco para firmar la resolución definitiva de cambio de centro. Estos hechos demuestran, como mínimo, el mal funcionamiento de la maquinaria administrativa, que permite dejar en un limbo legal, ¡durante un trimestre!, al alumno expedientado. Tal lentitud no solo perjudica la normal convivencia en el instituto, sino que menoscaba el derecho del estudiante a seguir con su formación académica en los plazos marcados por ley.
Sin embargo, el aspecto más sorprendente de la actuación inspectora radica en el trato recibido por el profesor. Si la demora en el traslado del alumno se puede explicar, mal que bien, por el esclerotizado mecanismo del gigante burocrático, más difícil resulta entender las razones por las que la Inspección invierte la carga de la prueba e imputa los hechos a la praxis pedagógica del docente. La Delegada de Educación puede repetir tantas veces como quiera que no existe una relación de causa y efecto entre la agresión y la fiscalización del agredido. La realidad es bien distinta, y el plan de intervención impuesto a M. R., profesor de Ciencias Aplicadas en Formación Profesional Básica, no se fundamenta en reclamaciones previas del alumnado, ni tan siquiera en unos pobres resultados académicos, habida cuenta de que, por aquel entonces, aún no se habían convocado las sesiones de la primera evaluación. Lo escandaloso de este asunto es que un profesor sea golpeado y que desde la Inspección no solo se omita el protocolo de asistencia psicológica y jurídica a que obliga la ley, sino que además se convierta a la víctima, por arte de birlibirloque, en presunto culpable.
El claustro del IES Burguillos ha reaccionado a esta actuación con la dignidad debida, firmando de forma unánime un escrito de protesta dirigido al Servicio de Inspección. Hasta la fecha, no se nos han dado explicaciones. Nuestro deber como profesionales es alertar a la opinión pública de estas medidas correctoras, cuya consecuencia fatal es la de responsabilizar al profesor de la violencia ejercida por sus alumnos. Baste imaginar que se justificase la paliza a un médico por no emitir un diagnóstico del agrado del paciente, o que las injurias a un magistrado se disculparan por la sencilla razón de que el fallo no nos fue favorable.
Una actuación de este tipo no puede servir de precedente. Frente a la violencia, la Administración debe responder sin vacilaciones. Y no solo cuando, como en el lamentable suceso del IES Azahar, la noticia salta a los medios de comunicación y a la profesora implicada ya le han partido el labio, sino en todos los casos en que se atente contra un servidor público.
Solo si se atajan de raíz estos estallidos de violencia, y solo si el trabajador percibe el amparo de sus superiores, se podrá restablecer la normalidad en aquellos centros donde la enseñanza se ha convertido, por desgracia, en una profesión de riesgo.
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