4 Julio 10
Las páginas especiales del perdón publicadas en LA RAZÓN el pasado domingo 20 de junio han abierto nuevos y dramáticos testimonios. El «Nosotros sí perdonamos» ha vencido al sesgado y rencoroso vídeo protagonizado por la pobre gente de la «ceja». Los que perdonaban lo hacían en nombre de sus familiares asesinados, en tanto que los de la «ceja» acusaban escudados en los huesos de inocentes desconocidos. Horribles y espantosos asesinatos, cuyas consecuencias el tiempo parecía haber calmado hasta que nuestros actuales gobernantes decidieron abrir la tremenda fosa de los rencores y las atrocidades del pasado. Atrocidades de un lado y del otro. Rencores, sólo de uno.
Y vuelan los testimonios. Precisamente por su contenido de generosidad y perdón, merece la pena recordarlos. No como instrumentos del odio, sino todo lo contrario. Afirmaciones del perdón. Mucho más meritoria que la generosidad de los hijos, nietos y familiares que en nombre de nuestros antepasados torturados y fusilados dejamos plasmada en las páginas del periódico. Más meritorias por cuanto los que perdonaron fueron las propias víctimas, días, horas, minutos antes de ser pasados por las armas por el simple hecho de no compartir las ideas y los métodos de sus verdugos. Ese perdón contiene un valor inconmensurable, de oro viejo, de valentía ejemplar.
He recibido la carta de un hombre bueno que perdonó a sus asesinos desde un horizonte de vida de tres días. Tenía veinticuatro años, había estudiado la carrera de Derecho y opositaba a la judicatura. Sus restos descansan en el cementerio de Albuñol. Se llamaba Nicolás Lupiañez del Castillo. Fue asesinado el 4 de agosto en el mismo cementerio. Tres días antes de su sacrificio –el primero de agosto-, se despidió de los suyos con una carta en la que el perdón es su fundamental protagonista.
«Cárcel de Abuñol. 1º de agosto de 1936. Queridos padres, hermanos, sobrinos y amigos: Llega ésta a vuestras manos cuando ya no existo, y quiero que sea una última vez la que de mí tengáis noticias, y con ellas, el consuelo de saber mis últimos instantes. Llegan hasta mí, desde que aquí entré, noticias de la suerte que me está reservada, y ello me decide a poner estas líneas. No sé si moriré después de juzgado por un tribunal, o si a manos de una muchedumbre o de un grupo de osados. En cualquier caso sabed que doy gracias a Dios por haberme dado una muerte tan cruenta después del martirio de una prisión, esperando a cada instante perecer. Muero arrepentido de mis pecados, perdonando a todos y gozoso de comparecer ante el tribunal de Dios, Justo, pero misericordioso e infalible. El día que destrozaron las imágenes aquí, poco faltó para que asaltaran la cárcel y ejecutaran la pena –la capital–, que el Gobierno acaba de restablecer. Queda mi fe en Dios. Gracias por habérmela inculcado y gracias, Dios Mío, por no haberla perdido. No venguéis mi muerte, perdonad como yo perdono y confiad en Dios. Si veis días más felices o menos tristes, no me olvidéis en vuestra alegría. Rezad por mí. Perdonad y ser dignos del martirio. Perdonadme todos. ¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey! Os abrazo a todos. Nicolás».
Sin comentarios.
Y vuelan los testimonios. Precisamente por su contenido de generosidad y perdón, merece la pena recordarlos. No como instrumentos del odio, sino todo lo contrario. Afirmaciones del perdón. Mucho más meritoria que la generosidad de los hijos, nietos y familiares que en nombre de nuestros antepasados torturados y fusilados dejamos plasmada en las páginas del periódico. Más meritorias por cuanto los que perdonaron fueron las propias víctimas, días, horas, minutos antes de ser pasados por las armas por el simple hecho de no compartir las ideas y los métodos de sus verdugos. Ese perdón contiene un valor inconmensurable, de oro viejo, de valentía ejemplar.
He recibido la carta de un hombre bueno que perdonó a sus asesinos desde un horizonte de vida de tres días. Tenía veinticuatro años, había estudiado la carrera de Derecho y opositaba a la judicatura. Sus restos descansan en el cementerio de Albuñol. Se llamaba Nicolás Lupiañez del Castillo. Fue asesinado el 4 de agosto en el mismo cementerio. Tres días antes de su sacrificio –el primero de agosto-, se despidió de los suyos con una carta en la que el perdón es su fundamental protagonista.
«Cárcel de Abuñol. 1º de agosto de 1936. Queridos padres, hermanos, sobrinos y amigos: Llega ésta a vuestras manos cuando ya no existo, y quiero que sea una última vez la que de mí tengáis noticias, y con ellas, el consuelo de saber mis últimos instantes. Llegan hasta mí, desde que aquí entré, noticias de la suerte que me está reservada, y ello me decide a poner estas líneas. No sé si moriré después de juzgado por un tribunal, o si a manos de una muchedumbre o de un grupo de osados. En cualquier caso sabed que doy gracias a Dios por haberme dado una muerte tan cruenta después del martirio de una prisión, esperando a cada instante perecer. Muero arrepentido de mis pecados, perdonando a todos y gozoso de comparecer ante el tribunal de Dios, Justo, pero misericordioso e infalible. El día que destrozaron las imágenes aquí, poco faltó para que asaltaran la cárcel y ejecutaran la pena –la capital–, que el Gobierno acaba de restablecer. Queda mi fe en Dios. Gracias por habérmela inculcado y gracias, Dios Mío, por no haberla perdido. No venguéis mi muerte, perdonad como yo perdono y confiad en Dios. Si veis días más felices o menos tristes, no me olvidéis en vuestra alegría. Rezad por mí. Perdonad y ser dignos del martirio. Perdonadme todos. ¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey! Os abrazo a todos. Nicolás».
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