FRANCESCA DAGRADA / EYEEM VIA GETTY IMAGES |
Hará unos diez días recibí una singular lección de vestuario femenino, por llamar de algún modo la esperpéntica discusión que sostuve con una desconocida en la una librería. Me encontraba de pie escogiendo un libro, cuando una mujer a quien jamás había visto decidió que era buen momento para criticar las botas, jeans y camiseta de súper héroes que vestía. "No sé por qué hay mujeres que no entienden que deben aprender a respetarse a sí mismas", me dijo, lo bastante alto como para que se escuchara en la librería medio vacía. Cuando me volví a mirarla, me encontré con una mujer de más o menos la edad de mi madre, muy atildada y maquillada, vestida con vestido estampado y zapatos de tacón, que me dedicaba lo que podría describir casi como una mueca de repugnancia. Me quedé de pie, sin saber qué contestar —¿qué se le puede contestar a semejante comentario?— o si debía reír por la evidente preocupación sobre la manera como había decidido vestirme. La vendedora en el mostrador parecía asombrada y un cliente que revisaba los títulos de un anaquel cercano se acercó para escuchar la discusión más de cerca.
— ¿Y cómo se supone que debería vestirme para "respetarme"? — le pregunté.
— Llevar ropa femenina, de buen gusto. Maquillaje como debe ser. Una mujer debe ser siempre digna, donde sea que se encuentre o lo que haga.
La miré. Por supuesto, ella se consideraba muy digna, con su aspecto impecable, su cabello repeinado y su maquillaje untuoso. Una mujer con unos bien conservado cincuenta años o unos pocos sesenta. Las arrugas invisibles, probablemente por algún procedimiento químico o quirúrgico. Manos impecables, la postura muy erguida. Mientras la contemplaba, pensé en todo el esfuerzo que seguramente le había llevado aquel aspecto, lucir tanta elegancia un tanto artificial, sentir que encajaba en el molde de cómo se supone debe lucir una mujer. Mucho más en Venezuela, país obsesionado con la belleza, la vanidad y el aspecto físico, aunque por supuesto, nuestra cultura entera está obsesionada con el aspecto físico de las mujeres. Sin duda, mi aspecto desordenado, anodino y anónimo de sábado por la tarde debió parecerle casi ofensivo. ¿Cuántos prejuicios llevaba aparejado su comentario? Pensé en todas las dimensiones de la educación que pesa, de los límites y las restricciones estéticas que llevamos a cuestas como un dolor invisible y anónimo. En todos los años que esa mujer debió luchar contra críticas, los dedos que señalaban, la percepción de la belleza convencida en un criterio de obligación cultural. El disgusto que sentí se esfumó de inmediato. Me quedé de pie, un poco cansada, triste. Desconcertada.
— Debe ser muy agotador tener que llevar a todas partes esa máscara suya de mujer digna —le dije sin pensarlo demasiado— un trabajo duro, pesado, que la debe aplastar a toda hora. Sinceramente, debe ser algo insoportable.
No recuerdo si esas fueron las palabras exactas que le dije o algunas semejantes, pero lo jamás olvidaré fue la forma como su rostro se recompuso en una mueca tan furiosa que la piel pareció moverse bajo las capas de maquillaje perfectamente aplicado. Pensé en las horas que debió llevarle tener ese aspecto magnífico: el cabello radiante y bien peinado, las mejillas de una tenue textura suave, bajo los polvos y bases cremosas. El cuerpo muy erguido, quizás por una faja, quizás por costumbre. Y de pronto, esa mujer que me imprecaba en público, representó a todas las mujeres que llevan la violencia estética a cuestas. Las que no se atreven a salir sin maquillaje a la calle, las que piden disculpas por no llevar una manicura perfecta, las que lamentan en voz alta no poder llevar mejores ropas. Pensé en todas las mujeres que se esfuerzan por calzar e en una visión sobre la mujer arcaica y retrógrada. En un deber ser que en realidad es una imposición histórica tan dolorosa como violenta.
Y de pronto, esa mujer que me imprecaba en público, representó a todas las mujeres que llevan la violencia estética a cuestas.
No he dejado de recordar esa escena desde que ocurrió. Son escenas y pequeñas circunstancias que te dejan muy claro que la mujer debe luchar contra un muro en el que las imposiciones estéticas tienen un peso y una importancia considerable. Que te hacen preguntarte como te comprende la sociedad en que vives, en que educas, en que te haces mujer. Que debes enfrentarte siempre que puedas, a imposiciones invisibles, a ideas que te menosprecian y te humillan, que te hacen sentir que tu cuerpo, tu aspecto físico, tu identidad está bajo el peso de una evaluación constante y dolorosa que por momento te aplasta como una historia que comenzó antes de tu nacimiento. Claro está, vivimos en un mundo hipócrita. En uno en el que a menudo se considera que una mujer «demasiado femenina» en ocasiones es menos inteligente o tiene menos legítimos derechos de convalidar sus ideas, por el mero hecho de cómo luce. De la misma manera que se menosprecia a la mujer por no calzar en el canon reluciente y tradicional de lo femenino edulcorado y consumible, lo cual resulta una ironía tan desconcertante como común. De una u otra manera, una mujer de nuestra época parece siempre encontrarse en mitad de una batalla incómoda en como demostrar su valor sin recurrir a viejas ideas sobre su permanencia, poder y capacidad. Y esa quizás sea una lucha que nunca termine, que está en todas partes, pero que vale la pena librar.
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