MICHA FRAZER-CARROLL |
No sé cuándo empecé a sufrir depresión y tampoco sé cuándo terminó. El primer recuerdo que tengo de sentirme muy baja de ánimos fue una conversación incómoda con uno de mis profesores del instituto. Estaba colocando en su sitio un taburete de plástico conforme se vaciaba la clase cuando me apartó del grupo para hablar conmigo: ”¿Va todo bien?”, me preguntó con una inflexión en la voz ascendente, bastante clara y amable. “Pareces un poco... —hizo una mueca con la boca y puso los pulgares para abajo en un gesto teatral— ...de bajón”.
Sí que estaba de bajón, pero no tenía las herramientas para entenderlo y menos para admitirlo delante de una persona adulta. Tenía 16 años y me pasaba las tardes acurrucada en la esquina del salón cumpliendo el estereotipo de adolescente lectora de Sylvia Plath cuando debería estar en clase de Biología. Cuando me obligaban a ir a clase, me sentaba al fondo y hacía lo mínimo posible. No lo llevaba demasiado bien.
En la universidad, esas tardes pasaron a ser días enteros en la cama. Al no vivir en casa de mis padres, nadie me lo impedía. Siempre había tenido ansiedad y a menudo estaba triste, pero cada vez iba a más y con los exámenes del primer año echándose encima, fui a la clínica adjunta de la universidad y me diagnosticaron. En el cuestionario que mi médica sacó de un cajón, muchas de mis respuestas fueron “casi siempre” y “nunca”. Me dio un folleto satinado con la palabra depresión escrita bien grande en tipografía sans serif.
Cuatro años, una crisis de salud mental y muchas sesiones de terapia después, estoy bien y a veces muy bien, pero las cosas no son como antes. Al haber estado ya ahí, la tristeza tiene otro significado. ¿Viene de serie por haber lidiado ya con una enfermedad mental grave y saber lo dañina que puede ser?
Soy consciente de que no soy la única. La sociedad habla y piensa sobre la salud mental más que antes. Aunque estar al tanto de los síntomas llega a ser muy positivo, para mí y para muchos de mis amigos una mayor concienciación también implica una mayor ansiedad. Cuando estoy triste, se apagan las alarmas. Sé que la tristeza forma parte de la vida, pero en ocasiones parece un mal augurio cuando resurge sin previo aviso antes de irme a la cama o en el metro por las mañanas. Me preocupa lo que sucederá si me dejo llevar. Sin terapia ni medicamentos, a veces da miedo estar sola en el mundo con esta tristeza.
A menudo se nos recuerda que la depresión "no es solo sentirte triste", pero como yo he sufrido las dos cosas, no creo que deba ser tabú admitir que mi tristeza no es muy diferente de mi depresión.
Un diagnóstico es un concepto intensamente ligado a la medicina. Las normas que rigen quién está y quién no está “mentalmente enfermo” las inventaron los psiquiatras y dependen de si funcionas. Rígido y limitativo, el diagnóstico apenas araña la superficie por lo complejo que es el problema; el criterio para diagnosticar depresión especifica que debo sufrir unos síntomas o estar baja de moral durante dos semanas o más, pero no sucede nada mágico el día 14 en el que mi estado de ánimo me impide salir de la cama. De forma muy similar al modo en que encasillamos las enfermedades mentales en distintos compartimentos, depende de un número arbitrario en una escala. Teniendo esto en cuenta, ¿puede ser la tristeza una entidad completamente distinta e independiente?
A menudo se nos recuerda que la depresión “no es solo sentirte triste”, pero como yo he sufrido las dos cosas, no creo que deba ser tabú admitir que mi tristeza no es muy diferente de mi depresión. A veces sigo pasando por rachas de sentirme hecha polvo. Soy capaz de dar tantas vueltas a detalles sin importancia que termino por no poder concentrarme en mi trabajo, pero mi producción neta es buena, así que generalmente nadie se percata. Durante estos periodos, probablemente no esté enferma, pero tampoco me encuentro bien.
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Por eso la tristeza da miedo. No sé cuándo empecé a sufrir depresión y tampoco sé cuándo terminó. Ni siquiera sé si es necesariamente útil ese enfoque. La salud mental y las enfermedades mentales han sido gran parte de mi vida y de mi identidad; mi relación con ellas es personal, intensa y permanente. Esté a un lado u otro de la frontera, siempre las tengo a la vista. Estoy siempre pensando en ellas y en mi relación con ellas.
En realidad no hay ninguna moraleja inspiradora. Quizás pienses que aprender a “ser autosuficiente” y afrontar la tristeza sin ayuda es admirable, pero a mí no me lo parece en absoluto. Ojalá cualquier persona pudiera ir al médico o acceder a terapia de inmediato en los días en los que sienten que flaquean en vez de decirse a sí mismos que pueden ponerse en lista de espera si la situación empeora. Sin embargo, en nuestro actual estado de austeridad, incluso a las personas que ya están en crisis les cuesta encontrar ayuda.
Las enfermedades mentales han sido gran parte de mi vida y de mi identidad. Esté a un lado u otro de la frontera, siempre las tengo a la vista.
Otra moraleja podría ser que hay una clara diferencia entre tener una enfermedad mental y estar tristes pero sanos y que tras la tendencia positiva de la recuperación conseguimos las herramientas necesarias para mantenernos sanos. Sin embargo, eso tampoco es verdad. Es posible recaer y a veces creo que recaeré. Las enfermedades mentales han perseguido a mi familia, soy una mujer caribeña negra y tengo un historial personal de trauma. Las probabilidades juegan en mi contra. Recaer en algún momento parece inevitable.
No podemos aislar las enfermedades mentales de una sociedad que decide qué es lo que cuenta como tal, en primer lugar, y tampoco es posible siempre “arreglar” ciertos problemas que son más complicados que una enfermedad simple con una cura simple, pero podemos cambiar nuestra forma de verlas. Las enfermedades mentales no “empiezan” y “terminan”, pueden ser abstractas, subjetivas y cambiantes. En parte, es algo que da miedo: es algo inmenso que aparece de golpe en todo su esplendor, pero en cierto modo, también es algo liberador.
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