TRIBUNA
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El gen granadino |
El granadino es culpable de todos sus males. La provincia y la capital están condenadas a ocupar los puestos más míseros en la tabla clasificatoria del empleo de España porque sus habitantes llevan inscritos en algún lugar de la cadena del ADN dos caracteres irreprimibles. El primero: la propensión al agravio y a la queja. Y el segundo: la incapacidad para emprender y generar riqueza. No arriesgan, nacen con la vocación de buscar empleo y horario fijos, su máxima aspiración vital consiste en obtener una somnolienta plaza de funcionario en la Diputación, la Universidad o algún despacho municipal. El gen granadino, ¡ay!, se transmite fatalmente de generación en generación.
Esta teoría, propia de la 'fantaciencia' racial, ha sido repetida como un mantra desde los años 90 por un grupo de dirigentes políticos locales ligados al Gobierno o al Parlamento andaluz cada vez que en la ciudad se levantaba una voz para denunciar la dejadez institucional y presupuestaria. Lo asombroso es que buena parte de la ciudadanía creyó e hizo suyo el discurso. Y, al tiempo que esos gobernantes alcanzaban la jubilación cumpliendo legislaturas en vez de años, Granada languidecía.
Con el establecimiento del Estado de las autonomías la ciudad cedió la capitalidad de Andalucía Oriental, que había ostentado durante siglos, renunció a instituciones seculares heredadas del antiguo Reino de Granada y a la presidencia o el decanato de numerosos colegios profesionales. A cambio obtuvo la promesa de beneficiarse de la inclusión en una gran autonomía que compensaría su generosidad con un trato solidario.
A partir de los 80, la provincia se desarrolló, con el conjunto del país, aunque fue perdiendo peso relativo hasta instalarse en el vagón de cola de la política nacional. Es sintomático que, de las seis personas que han ocupado la Presidencia andaluza, cinco sean sevillanas de cuna o de adopción y una malagueña. O que en medio siglo esta tierra no haya sido afortunada con un solo ministro. La concentración de recursos y comunicaciones en las capitales autonómicas globalizadas resultó nefasta. Granada se desenganchó de la locomotora andaluza y fue perdiendo trenes, incluidos los que la unían con Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla y los pueblos de cercanías, hasta convertirse en la única capital excluida del mapa ferroviario.
Además de la creciente desigualdad social interna, Granada (con Jaén y gran parte de Almería) sufre una desigualdad territorial evidente. Monta en el AVE más lento y caro de España. Apenas despegan aviones de su aeropuerto. Ha perdido el control sobre la Alhambra y la Sierra. No logra poner en uso la presa de Rules. Es el lugar con menos profesionales de la enfermería por habitante. Respira el aire más contaminado del país en su área metropolitana. Tiene a los vecinos de nueve barrios de la capital padeciendo cortes continuos de luz. Y sufre con el nuevo Gobierno andaluz la amenaza de perder la gestión del Parque de las Ciencias, de ver como desaparece la Escuela de Salud Pública, como malvive la OCG, como peligra la educación pública o como se pretende suprimir 52 colegios, lo que condenaría a la muerte a decenas de pueblos. No sigo… porque no cabe.
Sentirse andaluz, creer en la gran Andalucía, en la de las ocho provincias, no implica consentir con la "Andalucía obligatoria", la de jaca, faralaes, manzanilla, ordeno y mando. Se puede ser andaluz y entender que los bienes y recursos deben repartirse con mayor equidad. Se puede creer en una autonomía policéntrica en la que la capital, como afirma el filósofo Daniel Innerarity de Madrid, Sevilla, Valencia, Barcelona o Bilbao, no funcione como "un centro de succión de recursos".
Una comunidad del tamaño de Portugal y que alberga cinco ciudades que han sido o son faros del mundo ha de gozar de mayor descentralización y autogestión para mantenerse cohesionada. De lo contrario está condenada a soportar los desafectos territoriales crecientes y, quizá, irremediables que ya germinan en lo que se ha dado en llamar la España vaciada.
Intentar recuperar la capitalidad de Andalucía oriental, como algunos grupos pretenden, supondría un eterno y complejo proceso destinado a la frustración, puesto que ni Málaga ni Almería ni Jaén lo aceptarían. Y la conversión en una comunidad uniprovincial restaría demasiada fuerza. Pero es posible conseguir una Granada libre en una Andalucía libre, plural e igualitaria. Y que no sufra las melancólicas partidas presupuestarias con que la han 'regalado' durante décadas. Esa es nuestra apuesta. El abandono no puede convertirse en costumbre. Granada, la perla del sureste español, ha sido menospreciada. Olvidada, no… Granada es inolvidable. ¡Es hora de hablar!
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