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He meditado mucho sobre mi primera publicación. ¿Debería escribir un primer texto que presente lo que, si tienen a bien, leerán en las próximas semanas, meses y años de sus extensas y costosas vidas? He resuelto que no, porque, aunque no diga mucho de mí como autor y periodista, quiero que se formen una idea de este blog de ‘cieguerías’ por sus interpretaciones y no por mis palabras. Así que, aprovechando que el Guadarrama pasa por Navalcarnero lleno de desperdicios, no voy a tirar al río la ocasión de mentar el amor en fecha tan cercana al San Valentín. Algo sí especificaré: soy ciego. No, invidente, ni pobrecito, ni superhéroe, ni querubín alado... Ciego. Soy ciego.
En un viaje a Argentina conocí, gracias al Toto y al Rengo, vocablo que allende los mares significa ‘cojo’, a una chica que mantiene conmigo, desde entonces, una relación no etiquetada porque... ¿pa’qué? Pero la cuestión es que hablo de ella todo el rato: que si hace esto... que si qué buena es en eso... que me parece una maestra en aquello... que si la admiro en lo de más allá... Con estos antecedentes, algunos familiares y bastantes amistades han decidido por nosotros que, a pesar de que no nos percatemos de ello, nos hemos convertido en pareja. No voy a perder el tiempo en disquisiciones que les traten de convencer de lo contrario, pero si me permiten, les aclararé... ¡No tiene discapacidad! Les asombrará, les maravillará, les entusiasmará o no se lo creerán. En su derecho están.
Existe un miedo atroz a la aceptación o no de nuestras circunstancias por nuestro entorno.
“Y ella... ¿qué tiene?”, me preguntaba un conocido. Yo, inocente de mí, le respondía que “quince días más, que yo”. “No, hombre, no me refiero a eso”, dudaba en afrontar lo que, en realidad le reconcomía. “A ver... tú no ves”, afirmaba y yo asentía. “Ella... ella... ¿ella ve?”, se interesaba con preocupación. La gente que interroga por estos detalles que, a mi juicio, son irrelevantes siempre apostilla para salvaguardarse de sus remordimientos: “no pienses que... porque no”. Este ‘porque no’ encierra un ‘porque no es maldad’, ‘porque no es morbo’ y un ‘porque no se me ha ocurrido que, al tener una discapacidad, tu pareja también deba padecerla’.
No se embalen. Esta idea no atormenta únicamente a las personas sin discapacidad, sino que también frecuenta las cabezas de quienes disponen del certificado. Pero, en ellas, más que curiosidad, predomina una sensación de angustia, una especie de temor a no quedar amparado por lo que las normas sociales dictan. En el fondo existe un miedo atroz a la aceptación o no de nuestras circunstancias por nuestro entorno y, en este sentido, no hay mayor pánico que el que nos enfrenta a la soledad. Otro día, si les apetece, les cuento cómo salir, en los flirteos digitales, del armario de la discapacidad o, más bien, me comentan su técnica a este respecto porque forma parte de los quebraderos de cabeza de todos nosotros.
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