Vivimos en una sociedad, la Occidental en particular, obsesionada hasta límites patológicos, y con frecuencia grotescos, en ser o estar jóvenes
Forever young' |
Para siempre jóvenes, cantaba el grupo alemán Alphaville en una hipnótica canción que fue un éxito más de los gloriosos ochenta. Me gustaba tararearla mientras deambulaba con los walkman de Sony en el Friburgo de aquellos años, ignorando completamente qué era lo que querían decir y que este viaje -como le oí pontificar a Federico Luppi en una película- era tan corto. Casi cuarenta años más tarde, obviamente, las estrofas de la melodía han terminado por hacer evidente todo su significado: Forever young, I want to be forever young; do you really want to be forever young? A menudo, cuando miro a mi alrededor, no tengo la menor duda de que, aparentemente, el deseo de los Alphaville se ha convertido en realidad. Vivimos en una sociedad, la Occidental en particular, obsesionada hasta límites patológicos, y con frecuencia grotescos, en ser o estar jóvenes, y aparentarlo a toda costa, por supuesto. Escribía Shakespeare en Macbeth que la vida es un cuento narrado por un idiota lleno de ruido y furia que carece de sentido. Ya no. Se trata, nos machacan por todos lados, de un trayecto maravilloso que hay que apurar al máximo con una actitud evanescente y juvenil.
Llama la atención cómo, de un tiempo a esta parte, una vez consolidada la sociedad de consumo low cost a raíz de la disolución de la amenaza comunista (la socialdemocracia no era más que la respuesta de ese tiempo) y de las pseudobonanzas de la globalización, esa exaltación de la juventud como instrumento de una forma de ser y habitar parece no tener límites. Ni en los anuncios de planes de pensiones o residencias geriátricas se ven ancianos achacosos. Como me comentaba recientemente una amiga dedicada al diseño, ni en esos casos quieren las marcas anunciantes dirigirse a sus objetivos consumidores con actores que se les asemejen. Hasta en la publicidad de viajes para la Tercera Edad aparecen sonrientes parejas ya provectas con dentaduras completas y blanquísimas, un pelo cano cuidado, camisas elegantes de azul celeste y jerseys que se adivinan de cashmere, oteando sonrientes un horizonte seductor. La verdadera vejez, en fin, con su carga de enfermedades, de macilentas apariencias, parece no existir (de la muerte ni hablamos). Pero basta dar una vuelta por una calle peatonal atestada de carritos, tener que cuidar a un familiar entrado en años, o visitar una residencia de ancianos (de mayores se suele decir ahora; siempre los eufemismos vergonzantes) para comprobar, sin embargo, que sigue ahí; que si vivimos lo suficiente es lo que nos espera a casi todos, y que por más que, como con la basura que incomoda, lo queramos ocultar, no va a dejar de estar presente.
En esta exaltación majadera de la eterna juventud -cuyo elixir se lleva vendiendo por los avispados desde tiempos inmemoriales-, un aspecto que nos llama la atención a algunos ya entrados en años, es la plasmación estética de ese sueño. No importa la edad, la condición física, las proporciones corporales o el lugar, sobre todo en época veraniega: por el centro de cualquier ciudad o pueblo vemos tipos otrora respetables vestidos como adolescentes, con calzonas deportivas, chancletas Made in China y camisetas de tirantes, luciendo canillas ridículas o brazos desgastados. ¿Es una conquista más de la sociedad en su camino hacia la liberación? ¿Es una actitud ridícula? En algunos lugares sagrados (no solamente cristianos, por favor) ya han tomado algunas medidas de decoro: prohibida la entrada en pantalón corto.
Otra manifestación recurrente de ese canto permanente a la eterna juventud son las noticias que, cada vez con más frecuencia, se leen y escuchan en los medios: persona de setenta y cinco años rescatada mientras hacía barranquismo en Picos de Europa; montañero de ochenta años a punto de perecer por congelación mientras subía al Aneto, maratoniano de 65 años muere de un infarto en plena carrera…Uno, probablemente cargado de prejuicios por su educación jesuítica, no puede evitar preguntarse: ¿Qué puñetas hace un anciano en esas situaciones? ¿Por qué tienen que poner en peligro su vida los servicios de emergencias para rescatar a estos majaderos? ¿Por qué no -como en Suiza- se les pasa luego la factura, único medio posible, al parecer, de hacer entrar en razón? No somos eternamente jóvenes, por más que nos quieran convencer de ello quienes nos venden los cachivaches digitales y las prendas quechua. Act your age, proclaman los británicos. No es tan difícil si dejamos de mirar un poco la televisión y más la fecha que consta en el DNI.
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