De entre todos los sentidos, la mayoría valoramos la visión y la audición como los más importantes, mientras que el olfato suele quedar relegado a un segundo plano.
Por The Conversation
El mundo que habitamos es un lugar muy complejo. Para navegar por su embravecido oleaje, los seres humanos disponemos de nuestro sistema nervioso y de los órganos de los sentidos. Estos nos permiten “conectar” con él, comprender sus aspectos más esenciales y sumergirnos en su inabarcable inmensidad (aun a riesgo de perdernos en ella).
De entre todos los sentidos de los que disponemos, la mayoría de nosotros valoramos la visión y la audición como los más importantes, mientras que el olfato suele quedar relegado a un segundo plano. Incluso la propia evolución de la especie ha seguido una lógica muy similar, dado que nuestra capacidad para apresar olores es mucho más pobre que la de multitud de animales.
Más allá de esta indiscutible realidad, el olfato sigue albergando misterios que actualmente son objeto de debate científico. En este breve artículo exploraremos uno de los más sorprendentes: su íntima relación con la memoria y la emoción.
Los olores y el cerebro
Si nos detenemos un momento a pensarlo, probablemente podamos identificar algún episodio del pasado en que un olor repentino nos “transportó” hasta recuerdos remotos. Algunas de estas memorias pudieron ser reconfortantes (la compañía de un ser querido, por ejemplo), mientras que otras quizá tuvieron el signo opuesto. Esta experiencia, de carácter universal, nos permite intuir que ciertos olores influyen de manera directa en nuestras cogniciones y emociones.
Para entender este fenómeno en profundidad debemos conocer primero una serie de estructuras: el bulbo olfatorio, la corteza orbitofrontal, la corteza entorrinal, la amígdala y el hipocampo. Todas ellas resultan fundamentales para explicar las partes más discretas de esta experiencia, aunque juntas la hacen posible como un todo.
El apasionante viaje de los olores
Nuestro periplo tiene su origen en las células receptoras especializadas en la captación de olores (epitelio olfatorio), ubicadas tras las mucosas de las fosas nasales. Cuando una partícula se adhiere a estas, la información que proporciona viaja directamente (sin intermediarios) hasta la siguiente estación: el bulbo olfatorio. Este actuaría como una especie de “puerta de entrada”, dando los primeros pasos para desencriptar la química de una partícula en suspensión y convertirla en una sensación subjetiva e identificable.
Desde esta particular región del sistema nervioso, el camino se bifurca para dirigirse a zonas cerebrales muy distintas y distantes. Algunas son evolutivamente recientes (como la corteza orbitofrontal), mientras que otras se hallaban presentes casi en los albores de nuestro tiempo (la amígdala y el hipocampo). Sus funciones son dispares, por supuesto, pero actúan de manera coordinada y aportan pinceladas valiosas en el lienzo de esta experiencia.
Empezaremos por la corteza orbitofrontal, a la cual llegaría información procedente de la corteza piriforme. Se trata de un “apeadero” entre aquella y el bulbo olfatorio, donde los olores se procesan como sensaciones complejas. Al alcanzar esta parada, el individuo realiza una valoración del olor para asignarle atributos positivos o negativos. Es aquí donde se juzga subjetivamente si se trata o no de una fragancia agradable, lo cual también dependerá del estado fisiológico del organismo. Así, por ejemplo, el olor a comida solo refuerza en el supuesto de que tengamos hambre.
En paralelo a este proceso también se activaría la amígdala, una zona primitiva que se encarga de procesar la experiencia emocional. En función de cómo se haya valorado previamente el olor particular, esta estructura propiciará un estado afectivo concreto y facilitará una sucesión de conductas coherentes con este. Si se interpreta el olor como desagradable surgirá el asco, mientras que si se valora como apetitivo emergerán emociones positivas.
En cualquier caso, se pondrá en marcha una respuesta de aproximación o de evitación hacia el estímulo (persona, objeto, etc.) que emite el olor, lo cual contribuirá a nuestra supervivencia más inmediata. También en este caso las emociones tienen un papel adaptativo más que evidente, pues nos señalan cómo interactuar con el entorno y aprovechar las oportunidades que nos brinda.
La última parada sería el hipocampo, pasando antes por la corteza entorrinal. Es aquí donde nuestro sistema nervioso tendrá la ocasión de almacenar todo lo vivido para aprovecharlo nuevamente en el futuro. En definitiva, nos permitirá orquestar un recuerdo en el que se fundan aspectos sensoriales (olor) y subjetivos (emoción), y que podrá acompañarnos durante el resto de nuestra vida.
Entonces, ¿por qué los olores evocan recuerdos?
El viaje que hemos descrito es particularmente especial. Combina la sensación más pura (células receptoras del olor), la emoción (amígdala), la interpretación subjetiva (corteza orbitofrontal) y la memoria (hipocampo). En definitiva, describe un mecanismo neurológico complejo a partir del cual elaboramos una experiencia integrada con significado personal y que pasa a formar parte de nuestro bagaje narrativo.
Las conexiones entre el olor y el estímulo permanecen vivas durante mucho tiempo, de modo que la presencia aislada del primero catalizaría los recuerdos y las emociones íntimamente enlazadas con el segundo. Así, la sensación olfativa actuaría como un puente entre el presente y el pasado, desplegándose frente a nosotros de una forma sorprendente y no deliberada.
La próxima vez que un olor nos traslade a un recuerdo de nuestra propia biografía, podremos saber que nuestro cerebro ha contribuido de forma decisiva a que esto sea posible. Visualizaremos la compleja red de conexiones nerviosas que se esconde tras este misterio. Y quizá entonces, al menos por un momento, seremos capaces de valorar la enorme importancia de nuestro sentido del olfato.
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