HACE treinta años el mundo, el universo cultural de Andalucía tal como hoy lo concebimos, estaba por hacer. Era sólo una confusa (y brillante) sopa magmática semejante a la que, según los astrofísicos, originó por expansión el universo. En aquel torbellino inicial giraban los átomos de un patrimonio sin protección, las piedras de los grandes monumentos gestionados por remotos patronos desde la capital de España, museos anticuados, viejos teatros municipales sin apenas programación más allá de las espectáculos arrevistados que llegaban de gira para las fiestas; los centros de danza y las filmotecas eran como esas partículas sin masa que vibraban en el caldo iniciático; el flamenco no había abandonado aún las ventas de los suburbios y las peñas; en las iglesias las obras de arte desprotegidas seguían arrumbadas a la espera de un milagro (¿laico?) en capillas siniestras y mal iluminadas.
Pero junto a ese caos descorazonador coexistían los genios. Genios recién recuperados después de la interminable noche del franquismo que los había arrojado a unos al exilio y a otros al silencio o al miedo. Eran los sobrevivientes de la generación rota por la Guerra Civil, creadores atrapados en el interminable paréntesis de la dictadura. Otros no sobrevivieron; quedaron literalmente en las cunetas, abatidos por las balas o la miseria, pero algunos, en los años de la transición, aún tuvieron la oportunidad de volver. Rafael Alberti regresó del exilio para hacerse diputado y, como anunció en aquel poema romano que cantó en disco José Menese, por fin entró en Granada; Vicente Aleixandre, el enfermo de la salud de hierro, seguía en su casa de Velintonia; vivía en su Málaga adoptiva, frente al mar, el gran Jorge Guillén. Precisamente los tres, junto a Antonio Mairena, que falleció unos años más tarde, el concertista Andrés Segovia y el gran Ramón Carande fueron los primeros compensados como hijos predilectos de Andalucía. Pero también iba y venía desde el París del exilio el gran pintor Manuel Ángeles Ortiz. Nos visitó casi a hurtadillas Francisco Ayala antes de establecerse en Madrid y descubrimos quién era aquella mujer que, mientras filosofaba en los claros de bosque sobre el sueño y la verdad de España, aspiraba en Suiza el humo de sus cigarrillos en una elegante boquilla de porcelana: María Zambrano.
Pero además, y sobre todo, en aquel magma fundador, giraban cientos de creadores andaluces que ensayaban sus primeros libros o que publicaban sus primeros artículos en los periódicos, la mayoría nacidos en la segunda mitad de los cincuenta. Había gana, rabia, ilusión, contumacia.
A Javier Torres Vela, segundo consejero de Cultura de la autonomía, no se le olvida su primera visita al edificio de calle Castelar de Sevilla. Apiladas de cualquier manera en la puerta de entrada encontró decenas y decenas de cajas de cartón de aspecto anodino y frágil; algunas rebosaban papeles mal doblados en el interior de carpetas cogidas con gomas elásticas. Y no lo olvida porque aquellas cajas, aquellos rimeros de papeles matasellados, contenían el patrimonio histórico andaluz, que ahora la comunidad tenía la obligación de gestionar y, sobre todo, de proteger. Estaba la Alhambra, gestionada por un desordenado patronato de notables a través de dobles cuentas bancarias, algunas de ellas sin fiscalizar; estaba Medina Azahara, que era casi un páramo comido por los jaramagos y las malas hierbas; estaba Itálica y había miles de expedientes de declaración monumental anclados en una fase burocrática incierta.
¿Cómo acometer aquella ingente tarea cogida apenas con alfileres por los responsables de la autonomía? Había que elegir entre dos fórmulas. O centralizar en Sevilla los órganos de gestión y crear herramientas únicas para toda la comunidad o distribuir por las provincias los diferentes departamentos por más que la capital política acaparara, a la postre, los más importantes. Se optó por la segunda solución y la Filmoteca de Andalucía se abrió en Córdoba y el Centro de Documentación Musical y la biblioteca central de Andalucía en Granada. Se acometió la reparación de los teatros emblemáticos (el Falla de Cádiz, el Isabel la Católica de Granada, el Calderón de Motril, el Lope de Vega de Sevilla, el Cervantes de Málaga) y se abrieron bibliotecas en todos los pueblos con más de 5.000 habitantes, todas ellas dotadas con lotes fundacionales provenientes de las aún en ciernes editoriales andaluzas unidas.
Pero no era todo fácil. Torres Vela rememora la primera representación teatral que autorizó: Demonis de Els Comediants, un montaje callejero lleno de música, color y ruido que si en Sevilla puso en guardia a la reacción posfranquista, en Granada terminó en una agresión en toda regla contra los espectadores por una banda ultraderechista que utilizó crucifijos a modo de garrotes. Pero había otro reto más duro para el gobierno autónomo: hacer respetar la autoridad recién transferida.
En menos de cinco años Cultura detuvo una urbanización de lujo en el cerro de los Alijares, junto a la Alhambra, patrocinada por el alcalde socialista; se frenó la plaza de la Marina de Málaga; el Ayuntamiento de Jerez del todopoderoso Pacheco y la plaza de la Corredera promovida por el regidor de Córdoba Julio Anguita. De los 6.000 millones del presupuestos cultural de 1984 se pasó a los 30.000 de 1989.
Aquella epifanía cultural, sin embargo, fue efímera. Apenas dejada atrás la transición empezó a circular un vocablo que resumía el inicio de la frustración: el desencanto. Conforme las ilusiones y los proyectos tuvieron que ahormarse a los moldes presupuestarios la efervescencia inicial fue perdiendo burbujas como una botella de champán que llevara mucho tiempo descorchada. Los grandes nombres de la cultura andaluza que apadrinaron el despertar rutilante de la cultura de la democracia murieron o se integraron en la relativa atonía de la normalidad. Después de los primeros ramilletes irrepetibles de hijos predilectos empezaron a menudear los políticos, algún arzobispo y los creadores (excelentes) de la segunda fila generacional.
Y con la normalización llegó la rutina. La rutina y los errores. Hay quienes inútil y torpemente añoran los tiempos iniciales, los de la explosión primera. Digo que es una añoranza estéril porque es insano e imposible regresar a un tiempo donde todo estaba por crear, donde el patrimonio, por ejemplo, se trasladaba en tristes y blandas cajas de cartón. La transición, el periodo fugitivo que va desde el caos a la normalización está abocado irremediablemente a la dispersión y en cierto modo al desengaño y a la inercia. Entre el erial de comienzo de los años ochenta y el paraíso imperfecto de hoy, sembrado de chascos y errores pero de tremendos aciertos, hay una vida. Una vida de 30 años.
Por supuesto aquel frenético inicio también marcó vicios que luego se volvieron irredentos. El más persistente fue el de las subvenciones. La apuesta febril no sólo desde la Junta sino en particular desde los ayuntamientos y las diputaciones por las becas y las recompensas directas, empezó a tejer una compleja red de favoritismos que muchas veces premiaba menos los méritos y la calidad que la afinidad ideológica o personal. Un yerro, sin embargo, que no puede cuestionar la necesidad de las ayudas públicas para impulsar proyectos artísticos en una industria, la cultural, desnivelada por naturaleza. Una industria que no funciona con criterios empresariales, es decir de beneficios antes que de pérdidas, sobre todo si el balance no contabiliza como ganancia de retorno la hercúlea y necesaria labor de educación y de creación de hábitos de consumo cultural.
Hoy siguen siendo indiscutibles el esfuerzo y la inversión para salvaguardar y explotar el patrimonio histórico y artístico; para fomentar los circuitos de teatro; para difundir el flamenco o para mantener orquestas y festivales tan acendrados como el de Música y Danza de Granada o la Bienal Flamenca de Sevilla, y para amparar, en fin, todas las actividades creativas.
El peligro, sin embargo, ha radicado en la práctica sustitución de la iniciativa particular por el goteo de las ayudas, que ha convertido a los ayuntamientos, por ejemplo, en los principales promotores de música popular (pop, rock, etcétera). Unos promotores con fondos públicos que a la hora de contratar aunque han sido mayoritariamente fieles al interés social en otras ocasiones se han guiado por consignas y un mal gusto extraordinario fruto, supongo, de una formación cultural imperfecta.
Pero la ayuda espuria no puede servir de argumento para el cuestionamiento del apoyo institucional. Otro error importante fue el de la construcción irresponsable de infraestructuras. La gran mayoría de la red de teatros públicos erigidos en los pueblos carecen de programación. Es decir, hay teatros y salas pero no dinero ni criterios para contratar. Muchos ayuntamientos tratan de salvar esta contradicción con una alternativa aún más majadera: ceder los llamados edificios de usos múltiples para los menesteres más peregrinos con tal de ser gratuitos y justificar la diligencia.
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