Mañana se cumplen cien años del nacimiento del autor de 'Rayuela', 'Casa tomada' y 'El perseguidor', un escritor que cambió para siempre nuestro modo de ver la realidad
IGNACIO F. GARMENDIA
Hay escritores que no son sólo su literatura o cuyo legado es inseparable de aspectos que no tienen que ver estrictamente con ella. Del mismo modo que sus compañeros de los años del boom, Julio Cortázar -que mañana martes hubiera cumplido cien años- perteneció a una generación mitificada que vivió el éxito a una escala sin precedentes y logró proyectar un influjo extraordinario fuera del ámbito de la lengua española, pero en su caso, además, puede hablarse de un verdadero culto que excede -o excedía- la devoción por la obra. Muchos de los lectores que se quedaron fascinados con Rayuela, por ejemplo, en los 60 o 70, se sentían identificados con las peripecias de Horacio Oliveira o de la Maga o de los miembros del Club de la Serpiente por razones que tenían menos que ver con la radicalidad estética de la propuesta de Cortázar que con su condición de modelo vital, en tanto que paradigma de una manera libérrima cuyas implicaciones trascendían el terreno de la ficción narrativa. De entonces acá, decenas de estudiosos han desbrozado la poética de la "contranovela" y exprimido sus mil posibilidades, pero sin esa diríamos conexión emocional no se entiende el fervor de los cortazarianos de la primera hora.
Muchos de ellos, con el tiempo, se han distanciado de su antiguo entusiasmo y declaran no haber vuelto a Cortázar o sólo a sus cuentos, lo que si por un lado revela la consabida volatilidad del gusto, por el otro apunta al peculiar magnetismo que la brillante personalidad del escritor irradió sobre su época. ¿Son esos lectores ahora renuentes los que han envejecido o es la obra de Cortázar, al menos parte de ella, la que se ha quedado detenida en unas coordenadas -literarias, políticas, sentimentales- excesivamente vinculadas a las décadas de posguerra? El caso de los relatos apenas admite discusión: Cortázar es uno de los cuentistas mayores de la literatura en castellano y no hay lector aficionado a la narrativa breve -más aún si además la practica- que pueda permitirse desconocer sus magistrales artefactos. En este terreno, la lección del autor de Casa tomada o de El perseguidor ha mantenido intacta su vigencia, señala un hito ineludible en el desarrollo del género fantástico -lo insólito forma parte de la realidad, hay que saber ver o intuir las fracturas- y sigue sorprendiendo tanto por su poder de fascinación, apoyado en la complicidad, como por su perfección técnica.
Las novelas, en cambio, incluyendo la en otro tiempo venerada Rayuela, han corrido peor suerte. Es curiosa paradoja que aquellas, que en principio fueron recibidas con escepticismo por la crítica académica, hayan acabado siendo pasto abonado para los profesores, pero sería injusto no apreciar la saludable invitación que encierran. La famosa "cachetada metafísica" de Cortázar brilla cuando comparece de la mano del humor -el más eficaz conservante, ligado en su caso a la tradición surrealista- y pierde enteros cuando se asocia a parlamentos abstrusos, pues una cosa es desdeñar las tramas lineales y otra sustituirlas por un discurso intelectualizante que puede llegar -en la misma Rayuela, aunque la novela contenga páginas admirables- a hacerse fastidioso. Cuando a la inquietud existencial se sumó la toma de conciencia política, visible aunque heterodoxa en Libro de Manuel, los resultados fueron aún más discutibles, pero el cansino debate ideológico en torno al compromiso, despertado en el autor por el espejismo cubano, fue zanjado por el propio Cortázar cuando apuntó, frente a las acusaciones sectarias, que le interesaban más los revolucionarios de la literatura que los literatos de la revolución. En declaraciones como esta se notaba que era un grande, aunque no llegara a emanciparse del todo de las consignas de la intelligentsia.
Los testimonios de quienes lo trataron coinciden en describir a Cortázar como un hombre dotado de excepcional carisma que, siendo un seductor, no lo era a la manera petulante de otros letraheridos. Esto puede no importar demasiado, pero vale para entender la adhesión que suscitaba entre sus numerosos amigos -todos hablan de su generosidad, de su lado vulnerable- y la capacidad de empatía que supo trasladar a su escritura. Había empezado posando de esteta refinado y acabaría como notorio activista, pero su causa mayor fue en todo tiempo la de la experimentación con el lenguaje. El descrédito de la vanguardia puede explicar en parte la desafección antes mencionada, pero frente a los vacuos e inhóspitos ejercicios de pirotecnia hay en Cortázar una calidez de fondo -una atención a lo concreto, a lo específicamente humano- que distingue sus juegos verbales y su apuesta por la innovación permanente -pero no surgida de la nada, pues partía de una familiaridad profunda con las estéticas de la ruptura- de los ejercicios en exceso formalistas o puramente especulativos. Hay muchos autores de esos años que nos parecen hoy ilegibles y en realidad lo fueron siempre. Antes al contrario y por fortuna para sus fieles, Cortázar es y seguirá siendo sinónimo de placer y de amor por el riesgo, una escuela de libertad creadora.
Aunque se haya convertido en un tópico afirmarlo, es verdad que el mejor y más perdurable Cortázar está en los cuentos. Rayuela es historia de la literatura y una obra de obligado conocimiento para los interesados en las evoluciones de la novela, pero quizá no sea la mejor vía de entrada -tampoco lo es La vida instrucciones de uso para llegar a Perec, por citar a otro heredero del maestro Jarry- a un mundo repleto de sorpresas y formidables tesoros. Vivimos una época que ya no rinde pleitesía a la novedad por la novedad y ha condenado no sin motivo el solipsismo o las veleidades herméticas, pero a cambio ha abierto la puerta a demasiados escritores previsibles que se dedican a halagar los gustos del público. Hemos interiorizado el concepto de la literatura como mercancía hasta olvidar lo que aquella tiene de reto, de exploración continua, y a este respecto el ejemplo de Cortázar no puede ser más estimulante. No vemos de igual modo la realidad después de leerlo, no leemos de la misma manera.
Muchos de ellos, con el tiempo, se han distanciado de su antiguo entusiasmo y declaran no haber vuelto a Cortázar o sólo a sus cuentos, lo que si por un lado revela la consabida volatilidad del gusto, por el otro apunta al peculiar magnetismo que la brillante personalidad del escritor irradió sobre su época. ¿Son esos lectores ahora renuentes los que han envejecido o es la obra de Cortázar, al menos parte de ella, la que se ha quedado detenida en unas coordenadas -literarias, políticas, sentimentales- excesivamente vinculadas a las décadas de posguerra? El caso de los relatos apenas admite discusión: Cortázar es uno de los cuentistas mayores de la literatura en castellano y no hay lector aficionado a la narrativa breve -más aún si además la practica- que pueda permitirse desconocer sus magistrales artefactos. En este terreno, la lección del autor de Casa tomada o de El perseguidor ha mantenido intacta su vigencia, señala un hito ineludible en el desarrollo del género fantástico -lo insólito forma parte de la realidad, hay que saber ver o intuir las fracturas- y sigue sorprendiendo tanto por su poder de fascinación, apoyado en la complicidad, como por su perfección técnica.
Las novelas, en cambio, incluyendo la en otro tiempo venerada Rayuela, han corrido peor suerte. Es curiosa paradoja que aquellas, que en principio fueron recibidas con escepticismo por la crítica académica, hayan acabado siendo pasto abonado para los profesores, pero sería injusto no apreciar la saludable invitación que encierran. La famosa "cachetada metafísica" de Cortázar brilla cuando comparece de la mano del humor -el más eficaz conservante, ligado en su caso a la tradición surrealista- y pierde enteros cuando se asocia a parlamentos abstrusos, pues una cosa es desdeñar las tramas lineales y otra sustituirlas por un discurso intelectualizante que puede llegar -en la misma Rayuela, aunque la novela contenga páginas admirables- a hacerse fastidioso. Cuando a la inquietud existencial se sumó la toma de conciencia política, visible aunque heterodoxa en Libro de Manuel, los resultados fueron aún más discutibles, pero el cansino debate ideológico en torno al compromiso, despertado en el autor por el espejismo cubano, fue zanjado por el propio Cortázar cuando apuntó, frente a las acusaciones sectarias, que le interesaban más los revolucionarios de la literatura que los literatos de la revolución. En declaraciones como esta se notaba que era un grande, aunque no llegara a emanciparse del todo de las consignas de la intelligentsia.
Los testimonios de quienes lo trataron coinciden en describir a Cortázar como un hombre dotado de excepcional carisma que, siendo un seductor, no lo era a la manera petulante de otros letraheridos. Esto puede no importar demasiado, pero vale para entender la adhesión que suscitaba entre sus numerosos amigos -todos hablan de su generosidad, de su lado vulnerable- y la capacidad de empatía que supo trasladar a su escritura. Había empezado posando de esteta refinado y acabaría como notorio activista, pero su causa mayor fue en todo tiempo la de la experimentación con el lenguaje. El descrédito de la vanguardia puede explicar en parte la desafección antes mencionada, pero frente a los vacuos e inhóspitos ejercicios de pirotecnia hay en Cortázar una calidez de fondo -una atención a lo concreto, a lo específicamente humano- que distingue sus juegos verbales y su apuesta por la innovación permanente -pero no surgida de la nada, pues partía de una familiaridad profunda con las estéticas de la ruptura- de los ejercicios en exceso formalistas o puramente especulativos. Hay muchos autores de esos años que nos parecen hoy ilegibles y en realidad lo fueron siempre. Antes al contrario y por fortuna para sus fieles, Cortázar es y seguirá siendo sinónimo de placer y de amor por el riesgo, una escuela de libertad creadora.
Aunque se haya convertido en un tópico afirmarlo, es verdad que el mejor y más perdurable Cortázar está en los cuentos. Rayuela es historia de la literatura y una obra de obligado conocimiento para los interesados en las evoluciones de la novela, pero quizá no sea la mejor vía de entrada -tampoco lo es La vida instrucciones de uso para llegar a Perec, por citar a otro heredero del maestro Jarry- a un mundo repleto de sorpresas y formidables tesoros. Vivimos una época que ya no rinde pleitesía a la novedad por la novedad y ha condenado no sin motivo el solipsismo o las veleidades herméticas, pero a cambio ha abierto la puerta a demasiados escritores previsibles que se dedican a halagar los gustos del público. Hemos interiorizado el concepto de la literatura como mercancía hasta olvidar lo que aquella tiene de reto, de exploración continua, y a este respecto el ejemplo de Cortázar no puede ser más estimulante. No vemos de igual modo la realidad después de leerlo, no leemos de la misma manera.
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