Quim Torra y Pedro Sánchez, en el encuentro que mantuvieron en La Moncloa en julio.
La reunión que mantuvieron hace unos días los representantes del Gobierno central y la Generalitat ha servido para transmitir a los españoles un mensaje de optimismo. Poco importa que acabara sin acuerdos. Lo relevante es que, según se nos hizo saber, ha empezado a haber diálogo. La fotografía interesaba a las dos partes. A los socialistas, porque sugiere que las turbulencias de los últimos años no habrían sucedido con ellos en el poder. Y eso, de cara a las próximas elecciones, es importante. A los independentistas, por razones similares. La grave crisis institucional que hemos vivido, parecerían insinuarnos, no se originó porque ellos se empeñaran en desobedecer la Constitución, sino porque el Gobierno central se negaba a dialogar. ¿Qué mejor prueba que la imagen que ahora se nos ofrece?
Por las declaraciones que hicieron los participantes en la reunión, sabemos que los nacionalistas pretendieron enfocar el diálogo en los exiliados, los presos políticos y un nuevo referéndum de autodeterminación. Los socialistas, en cambio, hablaron de autopistas, inversiones y transferencias. Lo que prueba que los independentistas reivindican la existencia de una nueva realidad catalana (creada por ellos), mientras que los socialistas se empeñan en responder al nuevo reto con las recetas habituales. La vicepresidenta Carmen Calvo afirmó que por fin hemos vuelto a la normalidad, implicando que los que impedían que eso sucediera no eran sus actuales interlocutores. Si bien Ernest Maragall se encargó de matizar que el problema es que socialistas e independentistas tienen una idea muy diferente de lo que es normal.
Normal es que todos los partidos hagan lo posible por llegar al Gobierno, así como que intenten manipular al electorado e incluso que incurran en lo que podríamos denominar juego sucio
La normalidad es un concepto difícil de definir. Normal es lo que se adapta a las normas establecidas. Y esas normas varían de lugar a lugar. Para simplificar, podríamos decir que en una democracia es normal todo lo que no se salga del marco constitucional que los distintos grupos han negociado para regular la vida en común. Normal es que todos los partidos hagan lo posible por llegar al Gobierno, así como que intenten manipular al electorado e incluso que incurran en lo que podríamos denominar juego sucio. Lo que no es normal es que un grupo se sitúe al margen de la legalidad y que, cuando intervienen los jueces para recordarles que las normas son de obligado cumplimiento para todos, se quejen de injerencias anti-democráticas. La Constitución y los jueces son un elemento imprescindible del sistema democrático. Sin ellos, políticos sin escrúpulos podrían arrastrar a las masas a terrenos peligrosos. En la era Trump, los que vivimos en Estados Unidos somos bien conscientes de ello.
La normalidad de la que hablan los socialistas solo puede emanar de la Constitución, pero las declaraciones de Maragall indican que los representantes de la Generalitat tienen otra interpretación del término. Nuestra Carta Magna, como la de cualquier democracia, fue producto de una negociación entre las distintas fuerzas que configuran el país. Durante la Transición, representantes de las izquierdas, las derechas y los nacionalismos periféricos se esforzaron por elaborar un texto que fuera aceptable para todos. El resultado al que llegaron es producto de pactos y acuerdos y, por tanto, balancea intereses. La estabilidad de los regímenes democráticos deriva de ese hecho fundamental. Todos renuncian a algo, pero todos consiguen algo. Una vez aprobada, la Constitución se convierte en la norma que regula la convivencia, evita los abusos y asegura que se respeten los derechos de las minorías. Se puede cambiar, por supuesto, aunque siempre mediante una nueva negociación, pero nadie puede pretender ignorarla. Ni siquiera los ganadores de unas elecciones por mayoría absoluta.
La deriva nacionalista hacia actitudes intolerantes, nos confronta con una paradoja propia de los regímenes democráticos
El desplazamiento del nacionalismo catalán hacia posiciones independentistas implica una renuncia a esta forma de proceder que, con buenas razones, podemos calificar de democrática. En lugar de buscar la negociación y el pacto con otros grupos (lo que implica la necesidad de hacer concesiones), los independentistas proclaman la existencia de una norma superior, innegociable, que establece que el pueblo catalán tiene un derecho sagrado a autodeterminarse. Ese cambio de actitud implica un rechazo a cualquier forma de negociación, por más que insistan en que están dispuestos a dialogar. El derecho a la autodeterminación es la exigencia máxima a la que ellos pueden aspirar. Más allá, no hay nada. De ese modo, uno de los tres grandes grupos que participaron en la escritura de la Constitución, ha verificado un giro hacia la radicalización que, como no podía ser menos, ha creado inestabilidad y ha introducido en la convivencia una peligrosa dosis de crispación.
La deriva nacionalista hacia actitudes intolerantes, nos confronta con una paradoja propia de los regímenes democráticos. Hace ya algunos años, aludía a ella Mark Lilla en uno de sus escritos. En un sistema basado en el diálogo, la tolerancia y la búsqueda de acuerdos, y que debe a ello su eficiencia para solucionar los inevitables conflictos que se presentan en cualquier sociedad, ¿qué hacer con los que no respetan el espacio de los demás? ¿Podemos ser tolerantes con los intolerantes? ¿De qué sirve dialogar con quien se niega a flexibilizar sus posturas para acercar posiciones y limar diferencias?
Una democracia debe ser capaz de solucionar sus conflictos sin recurrir a las porras
La historia parece probar que las concesiones solo pueden hacerse a quienes están dispuestos a corresponder de la misma manera. Con los que se mantienen inflexibles en su negativa a negociar, es necesario mantenerse firme. Especialmente, porque las concesiones tienden a interpretarse como una muestra de debilidad.
Debo aclarar que, cuando hablo de firmeza, no me refiero al empleo de la fuerza bruta. Una democracia debe ser capaz de solucionar sus conflictos sin recurrir a las porras. La democracia española nunca evidenció ser más débil frente al órdago independentista que cuando envió a la policía para impedir la votación del 1 de octubre. Si hubiera sido consciente de su fuerza, habría permitido que se llevara a cabo sin darle mayor importancia. En cualquier caso, todos sabíamos que carecía de validez. La firmeza debe mostrarse en el discurso y en las ideas. En ese sentido, una democracia no puede vacilar en la defensa de los valores constitucionales ni ceder espacio a los intolerantes, sean del signo que sean.
Mientras los nacionalistas catalanes persistan en su pulso al Estado, los defensores de la democracia española no podemos comportarnos como si nada hubiera cambiado
Estoy de acuerdo con Borrell en que una labor de ese tipo no le corresponde desarrollarla al gobierno. Una democracia es un proyecto común, por lo que todos debemos comprometernos en su defensa, especialmente los creadores de opinión. Intelectuales, escritores, artistas, maestros, periodistas, profesores universitarios. Todos somos responsables de su buen funcionamiento. Y eso es lo que, en gran medida, ha fallado en los últimos años. La clase dirigente española, entendida en un sentido amplio, ha probado no sentirse identificada con el actual sistema democrático. Solo así se explica la facilidad con que los independentistas han conseguido imponer su discurso tergiversado, asegurando, contra lo que cualquiera puede observar, que nos encontramos frente a una prolongación del franquismo.
La ofensiva del independentismo catalán ha abierto un nuevo escenario en nuestro panorama político que exige un cambio de actitud. Mientras los nacionalistas catalanes persistan en su pulso al Estado, los defensores de la democracia española no podemos comportarnos como si nada hubiera cambiado. Durante más de treinta años, quisimos creer que una política generosa sería efectiva. Pero las concesiones, si no son mutuas, solo sirven para debilitar al que las hace. Sobre todo, si producen la impresión de que la intolerancia es recompensada. En un sistema democrático, las normas no las impone nadie, sino que son producto de negociaciones y acuerdos. Y el resultado se plasma en la redacción de un texto constitucional. Supongo que ésa es la normalidad a la que se refiere el Gobierno. Esperemos que sus representantes consigan convencer a los independentistas de que, en una democracia, respetar las normas aprobadas por todos es la única forma de instalarse en la normalidad.
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