En la serie The Handmaid’s Tale (El cuento de la criada), se plantea el incómodo tema de la represión religiosa desde el poder. Pero también, de la presión que la cultura ejerce sobre la figura femenina. Lo hace en tono de ciencia ficción y el resultado es una aterradora distopía en la que se narra la historia de Norteamérica sometida a una férrea teocracia, en la que las mujeres con capacidad para concebir, son convertidas en esclavas de un sistema que se sostiene sobre el prejuicio, el miedo y la estigmatización de género. En el universo de la obra — tanto la televisiva como la literaria — ser mujer es peligroso pero sobre todo, te condena a una forma de sumisión física, intelectual y emocional difícil de explicar. Las mujeres carecen de derecho, ciudadanía e incluso de nombre, y a medida que la historia avanza, queda muy claro que el sistema brutal se sostiene sobre una percepción muy clara sobre el prejuicio. Un patriarcado transformado en un sistema represor de precisión militar. Y a pesar que se trata de una recreación de un futuro ahora mismo improbable, el mensaje es muy concreto: la discriminación, el prejuicio y la despersonalización es una forma de control muy poderosa e inmediata. Una manera de aniquilar la personalidad, la iniciativa y la identidad como una forma de destrozar cualquier intento de rebelión personal.
Pienso en todo lo anterior mientras leo un nuevo debate sobre el desnudo femenino y la forma en que es censurado en las redes sociales, un tema viejo que sin embargo continúa teniendo una extraña tónica conservadora para la mayoría. Porque desnudarse es un asunto complejo, sobre todo si eres mujer y tu cuerpo no es precisamente andrógino. Sobre todo si eres mujer y decides que no tienes porqué avergonzarte de tus pechos o tus genitales. Incluso en nuestra época, los pezones femeninos tienen algo de amenaza contra el Estado, contra la percepción colectiva sobre el deber ser de la mujer y algo más extraño. En un evidente intento de trivializar el simbolismo alegórico que tiene mostrar el cuerpo desnudo, la opinión parece sugerir que cualquier decisión que involucre romper la percepción sexualizada del cuerpo femenino en favor de una idea mucho más profunda, no sólo resulta incomprensible, sino también, directamente ofensiva para esa arraigada tradición que insiste en minimizar las formas en la mujer escoge para expresarse. Más allá de eso, se trata de una nueva vuelta de tuerca sobre esa insistencia social en distorsionar la percepción sobre los atributos naturales y sexuales de la mujer hasta su simbología a la discusión moral.
Por supuesto, a nadie debería extrañar demasiado la exagerada y pacata reacción con respecto al desnudo femenino. Nuestra sociedad está obsesionada con regular y controlar el comportamiento de la mujer bajo la excusa de la “decencia” y la “moralidad”, por lo que las críticas a la desnudez como forma de protesta política no resultan sorprendentes. No obstante, lo que sí resulta desconcertante es el elemento de dominio y control mezclado con el supuesto reclamo moral. De pronto, el desnudo deja de ser metafórico, una forma de expresión de las ideas o incluso, un mero gesto de desacatado y subversión para convertirse en una afrenta moral. Un pensamiento que parece resumir todo tipo de prejuicios y dolores culturales que tienen a la mujer como principal víctima.
He recibido el insulto otras veces y por motivos mucho más complicados de entender que una falda corta. Me han llamado “puta” por protestar, argumentar y discutir en voz alta.
No es algo que no haya vivido antes, por supuesto. Cuando tenía quince años, un desconocido me llamó “puta” porque iba vestida con una falda muy corta, o eso supuse después. La verdad, no podría decir con exactitud que le molestó tanto como para gritar la palabra con un evidente malestar en mitad de una pequeña multitud de curiosos, que volvieron la cabeza con aire suspicaz. Me encontraba en un centro comercial de mi ciudad junto con un grupo de amigas, alborotando y riendo en voz alta como supongo hace cualquier adolescente de mi edad y de pronto, este hombre que con toda seguridad me doblaba la edad, se detuvo y me dedicó una mirada larga y apreciativa. Por último, torció el gesto y me lanzó el improperio. Lo hizo sin disimular su desagrado y un cierto tono acusador, como si llevar la ropa de mi preferencia le brindara la libertad de insultarme.
En el momento, me sentí profundamente culpable y avergonzada. Llegué a creer que en realidad había hecho algo para merecer la actitud grosera de aquel hombre anónimo. Lamenté haber llevado la falda corta, la blusa de mangas cortas. Cuando le conté lo sucedido a mi madre, insistí en que quizás había hecho algo para merecer lo que había ocurrido y eso la disgustó y preocupó a partes iguales.
— No hiciste absolutamente nada. ¡Nadie tiene derecho a maltratarte porque lo que hagas o cómo te comportes choque con sus prejuicios!
No supe que responder a eso. Recordé la mirada del hombre, su gesto de casi repugnancia. Me pregunté por qué le irritaba tanto mi aspecto cómo para agredirme en público. Pero lo peor no había sido eso, pensé con cierta pesadumbre, sino los gestos de reproche de la gente a mi alrededor, esa aparente complicidad inmediata con la palabra y sus implicaciones. Mi mamá sacudió la cabeza cuando se lo comenté.
— Es muy fácil insultar a una mujer y que el insulto reciba apoyo tácito — me contestó — la palabra “puta” parece ser la puerta abierta a un tipo de crítica y de censura muy compleja que nadie sabe en realidad de dónde proviene. Es reprobable y grosero, pero lo más preocupante es que ocurre a diario.
Nunca olvidé aquello. Con los años, he recibido el insulto otras veces y por motivos mucho más complicados de entender que una falda corta. Me han llamado “puta” por protestar, argumentar y discutir en voz alta. Por contradecir cada vez que puedo la imagen idílica que tiene sobre la mujer la cultura en la que nací. Por vestir y comportarme a mi capricho. Por disfrutar de mi vida sexual de la manera que prefiero. Incluso en una ocasión, un hombre con quien trabajaba me llamó “puta” sólo por mi eficiencia laboral. Fue una experiencia que me provocó la misma sensación de angustia y desconcierto que a los quince años, el insulto del desconocido.
— La palabra “puta” es un forma de poder y sobre todo, una noción sobre la opinión social acerca del comportamiento de una mujer — me explicó una de mis profesoras cuando le hablé del tema. Por años, se había dedicado a la investigación sobre el género y la identidad femenina y no pareció sorprendida cuando le conté mi experiencia —. Se esgrime la palabra como un arma, un tipo de censura pero también, una forma de estigma. Una mujer que es “puta” se despersonaliza, se discrimina y se menosprecia. Su opinión y comportamiento se infravalora por el mero hecho de contradecir la norma.
Nos encontrábamos en su oficina de la universidad, en la que solíamos sostener debates sobre el tema incluso antes de ser su alumna y después de serlo. Las paredes se encontraban llenas de retratos de mujeres de rostro calmo y amable. Todas habían sido retratadas de la misma forma: desde un fondo neutro, observaban al hipotético espectador con una especie de infinita y extraña paciencia. No había alguna frase que indicara por qué se encontraban allí y jamás se lo había preguntado. Ahora que las contemplaba, me pregunté si simbolizaban alguna cosa.
— Pero “puta” parece ser la palabra favorita para agredir a una mujer — le comenté desanimada — es abrumador la forma como el insulto engloba cientos de ideas distintas en contra de la mujer.
Mi profesora movió la cabeza con cierta tristeza. Se acercó a la misteriosa colección de retratos en su pared.
— Para buena parte de la historia occidental, la mujer ha carecido de personalidad, identidad e incluso, peso cultural. La palabra “puta” es una forma de denigrar de esa noción de la existencia, de la opinión, de la transgresión del límite. Eres “puta” cuando rebasas cierto límite, una frontera entre lo que se espera de la mujer y lo que hace. Y esa “puta” es una percepción histórica que se normalizó y se hizo parte de una de tantas formas como la cultura asimila lo femenino. Y allí el peligro.
Hay mucho de ese juicio violento, agresivo y amenazante en la forma como se menosprecia la voluntad y la simbología femenina a través del desprecio y el prejuicio hacia el desnudo. No sólo se trata de una forma de ejercer control sobre lo que la mujer puede o no hacer su cuerpo, sino un desconocimiento al poder de su voluntad. Minimizar el simbolismo que la mujer otorga a su propio cuerpo en beneficio de una mirada moralista, es una manera directa de restringir su independencia mental y física, sino también de aplastar su iniciativa para construir un mensaje concreto sobre su sexualidad, su expresión ideológica e incluso cultural.
No sólo se trata de una forma de ejercer control sobre lo que la mujer puede o no hacer su cuerpo, sino un desconocimiento al poder de su voluntad.
Insistir que una mujer no puede mostrar su cuerpo con intención política es un tipo de censura, y lo es cualquiera sea cual sea su origen y su motivo, es traumático. La agresión tiene una connotación durísima no sólo a nivel intelectual sino también emocional. Que una mujer sea llamada “puta” o “indecente” por mostrar su cuerpo de una manera distinta a la que presupone la cultura machista donde nació, también es un tipo de agresión. Y quizás por ese motivo, la simbología de las mujeres venezolanas con los pechos desnudos sea tan poderosa como pertinente en nuestro momento político pero, sobre todo, las implicaciones sociales de la lucha callejera que se lleva a cabo.
En su libro, Margaret Atwood insiste en los peligros de la sumisión de lo femenino a la moral que castra y destroza la identidad. Y pienso en esa visión tan poderosa mientras analizo el papel femenino en la lucha política que protagonizamos, lo que hace que la protesta de la mujer venezolana tenga una repercusión tan contundente y metafórica. La mujer en nuestro país no sólo lucha contra la agresión política, sino también contra la sociedad que pervierte sus derechos. Una batalla pendiente quizás tan valiosa como la que se libra en la calle a diario.
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