A veces me despierto en mitad de la noche para admirar sus manitas y lorcitas suaves y húmedas para guardar el recuerdo para siempre.
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Esta mañana me he despertado con una mano en la cara. Ayer fue un pie. Sean manos o pies, son inofensivos (pequeños, rosados, suaves y rollizos) porque son de mi hijo pequeño. Aun así, es posible que pienses que después de cuatro años de falta de sueño y de pies en la cara, primero con mi hijo mayor y ahora con su hermano pequeño, debería haberle cogido cierta manía a dormir con mis hijos.
Sin embargo, está llegando el momento en el que va a empezar a dormir en su propia cama. Antes solía dormir acurrucado sobre la parte interna de mi brazo, pero ahora se arrastra hasta el centro de la cama y se despatarra. Aun así, ya estoy empezando a echarlo de menos por tres motivos:
1. Tengo miedo por las horas de sueño que perderé hasta que se acostumbre
Vivir con dos hijos de menos de 5 años es agotador y no te permite mucho descanso por las noches, ya que mi hijo mayor duerme muy mal. Como lo ha despachado de mi cama su hermano pequeño, mi marido ahora duerme en la habitación de invitados y se levanta varias veces por la noche para atender al mayor cada vez que se despierta. De algún modo, pese a esto, mis hijos se las arreglan para salir frescos como rosas de la cama a las 6 de la mañana mientras mi marido y yo nos arrastramos tras ellos e intentamos ponernos en marcha para empezar el día.
No tengo muchas ganas de añadir el estrés de esta transición a nuestro ya importante déficit de sueño. A mi hijo mayor lo llevamos a su propia cama cuando tenía dos años (al igual que su hermano, él también nos anunció que había llegado la hora cuando empezó a despatarrarse en nuestra cama en vez de seguir acurrucado conmigo), y aunque durante ese tiempo me las apañé para concebir un segundo hijo y realizar viajes internacionales, lo único que recuerdo era una incesante caída libre en la que que no dejaban de ser las 3 de la madrugada y yo pasaba de una habitación a otra medio zombi, atenta a los llantos de un niño.
2. A veces pienso que mi instinto maternal es mi única habilidad como madre
Compartir cama no es algo que le guste a todo el mundo y, personalmente, nunca lo planeé así, pero debido a un parto traumático y al reflujo silencioso de mi primer hijo, no podíamos dejar que durmiera solo. Mi marido y yo tuvimos que aprender rápidamente un montón de vocabulario de padres en relación con la lactancia nocturna y con nuestra obligación de ir a todas partes con el bebé y compartir cama de forma segura con él.
Sin proponérmelo, estaba fomentando una crianza con apego y me encantaba lo bien que se me daba. Tiendo a ser un desastre andante (como demuestra el hecho de que esta mañana he echado el té y el café en la misma taza) y rara vez se me da muy bien algo. Pero ahí estaba, calmando a este pequeñajo sin importar cuál fuera su crisis: un juguete perdido, un poco de fiebre, la inevitable tristeza de aprender a compartir con otros niños... Y para calmarlo solo necesitaba mis tetas, la calidez de mis abrazos cargados de oxitocina y la cercanía del latido de mi corazón.
Todo eso sigue funcionando con mi hijo pequeño, aunque esté a punto de cumplir dos años, pero cuando esto acabe, voy a tener que empezar a usar mi cerebro y no mis tetas para ser madre. El problema es que nunca he sentido que mis habilidades de madre sean suficientes para asumir tal responsabilidad (me remito al incidente del té y el café).
3. Echaré de menos su carita
Tiene una carita encantadora y se pone muy seria cuando pide un abrazo. Un día esa cara empezará a tener pelos y acné y en vez de pedir un abrazo simplemente me gruñirá y subirá al piso de arriba para encerrarse en su cuarto a ver porno industrial de robots, o lo que sea que hagan los adolescentes del futuro.
Eché de menos a mi hijo mayor cuando lo pasamos a su dormitorio. De algún modo, mi cama parecía fría y solitaria sin él durmiendo con sus piernas y brazos enredados entre los míos. Creo que es porque me crié en una familia acostumbrada a mostrar afecto corporal; dormir juntos de forma no oficial era lo habitual y no había ningún adulto o adolescente por casa sin un niño pegado a su lado.
No voy a tener más hijos, así que soy muy consciente de que mi hijo pequeño será “mi último bebé”. A veces me despierto en mitad de la noche para admirar sus manitas y lorcitas suaves y húmedas para guardar el recuerdo para siempre en mi memoria.
Por otra parte...
Estará bien recuperar la intimidad con mi marido. Esta faceta de la maternidad y la paternidad, cuando los niños son muy pequeños y exigentes, es tan intensa que prácticamente dejamos de ser una pareja de casados para convertirnos en compañeros de trabajo haciéndonos relevos en nuestros respectivos turnos. Además, al no tener al pequeño pegado como una lapa, podré dedicarle más atención al mayor.
Simplemente tengo que crear más ocasiones de generar oxitocina manteniendo la cercanía con mis hijos: noches de película, tardes de lectura, quizás un sofá más grande en el que quepamos todos y una hamaca en el jardín donde nos podamos tumbar en verano todos juntos, pero despiertos. Dejar de dormir con mis hijos no significa el final, simplemente es un paso más.
Hasta entonces, dejadme estar triste una temporada. Dejad que eche de menos dormir con mi hijo y el peso de su cabecita sobre mi brazo, sus suspiros a medianoche, sus deditos de los pies encanchados en la cinta elástica de mi pijama y, por supuesto, sus pies y manos en mi cara.
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