Nuestras sesiones eran el acontecimiento más destacado de mi semana y estaba impaciente por verla cada martes.
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“Me da mucha vergüenza contarte esto, pero tengo sentimientos románticos hacia ti. Creo que me estoy enamorando”.
Había pasado dos años sentada en un sofá frente a mi psicóloga. Mi rostro estaba de un color rojo intenso por la vergüenza. Estaba segura de que iba a decir que había algo mal en mí y que me tendría que derivar a otro especialista, pero lo que me respondió fue que no pasaba nada por tener estos sentimientos y que no tenía por qué avergonzarme. De hecho, según me dijo, era algo muy frecuente y no era ni mucho menos la primera persona a la que le pasaba.
Cuando me crié en el Medio Oeste de Estados Unidos, el concepto de ir a terapia me resultaba desconocido. La salud mental en general era un concepto extraño. De niña estaba siempre estresada, pero mis padres lo achacaban a que simplemente era muy perfeccionista y siempre quería lograr lo máximo. Me pasé días enteros en la cama cuando iba al instituto, pero lo atribuimos a que solo estaba cansada. Ni siquiera sabía qué eran la ansiedad y la depresión.
Años después de mudarme a Los Ángeles, empecé a sufrir ataques de pánico todas las semanas. Lloraba por cualquier cosa. No pasaba un día sin que me cayeran las lágrimas por la cara. Estuve semanas así. Por las noches, me sentaba en el borde de la cama e intentaba reprimir los sollozos para que mi compañera de cuarto no se enterara.
Según me dijo, era algo muy frecuente y no era ni mucho menos la primera persona a la que le pasaba.
Sin embargo, tras derrumbarme un día en el trabajo, decidí tomarme la tarde libre e ir a mi médica de cabecera. Me hizo unas cuantas preguntas sobre cómo me sentía y me diagnosticó trastorno de ansiedad generalizada. Me recetó un antidepresivo y me animó a buscar terapia. Lo único que me apetecía era encontrarme mejor, de modo que en cuanto llegué a casa empecé a llamar a terapeutas para ver si alguno aceptaba mi seguro médico.
Encontré a mi psicóloga después de un par de intentos. La elegí porque me pareció una persona cálida y atenta en la foto y sonó muy amable por teléfono. Me sentí cómoda enseguida con ella y empecé a contarle cosas que nunca le había contado a nadie. Normalmente la veía una vez a la semana, pero de vez en cuando tenía que saltarme la cita por el trabajo o por eventos sociales y no me sentía mal por ello.
Pero hubo un cambio importante en mis sentimientos después de cinco meses de terapia. Acababa de regresar a Los Ángeles tras dos semanas de vacaciones visitando a mi familia en Wisconsin. Normalmente, cuando cojo el vuelo de vuelta, soy una llorica sentada junto a la ventanilla. En cambio, esta vez no estaba triste por volver a Los Ángeles. De hecho, estaba emocionada por tener que ver a mi terapeuta al día siguiente, ya que llevábamos unas semanas sin hablar.
A partir de entonces, no cancelé ni una sola sesión. No había nada más importante que la terapia. Me encantaba verla y pasar tiempo con ella. Me frustraba no saber casi nada sobre su vida más allá de esas paredes y que no pudiéramos mantener el contacto entre sesiones. Eso no hizo más que acentuar mis sentimientos. Ansiaba tener contacto constante. Construí en mi mente una imagen en la que ella era perfecta. Era comprensiva, graciosa e interesante. ¿Quién no querría una amiga así?
Me encantaba verla y pasar tiempo con ella. Me frustraba no saber casi nada sobre su vida más allá de esas paredes
En otoño de ese mismo año, cuando llevaba unos 10 meses de terapia, salí del armario como queer. Fue ella quien me ayudó a aceptar mi identidad y a sentirme orgullosa de quién soy como persona. Jamás habría salido del armario de no ser por ella.
Nuestras sesiones empezaron a tratar sobre las citas y el amor. En una de nuestras sesiones, me preguntó cómo era mi mujer ideal. Lo primero que pensé fue: “Alguien exactamente como tú”. Justo después, me avergoncé, de modo que mentí y le dije que no estaba segura y que no tenía un tipo definido. Yo misma me di cuenta de que no me creyó.
Esa noche tuve un sueño erótico con ella, uno de los muchos que tendría a lo largo de las semanas siguientes. Me asusté, me desperté una de esas veces a las 3 de la mañana y busqué en Google “enamorada de mi psicóloga”.
Pasé horas leyendo artículos sobre un fenómeno llamado transferencia, por el cual una persona transfiere sus experiencias pasadas a su dinámica con su terapeuta. ¡Pero estos sentimientos parecían reales! Sentía que estaba totalmente enamorada de ella. Tenía que conseguirla. Me convencí de que ella era la única que podría hacerme feliz.
Leí experiencias de otros pacientes que también habían desarrollado sentimientos similares hacia sus psicólogos. Muchos de estos artículos decían al final que era conveniente comentárselo. Puse los ojos en blanco. De ningún modo se lo iba a confesar. Solo de pensarlo me entraban ganas de vomitar. Tampoco podía hacerme a la idea de que me derivara a otro terapeuta. No me imaginaba la vida sin ella, de modo que mantuve esos sentimientos ocultos en mi interior.
Solamente después de hablar con dos amigos profesionales de la salud mental decidí que era hora de contárselo. Ocultarlo estaba lastrando mis progresos y me di cuenta de que yo misma me autocensuraba en nuestras sesiones porque quería gustarle. Escribí todos mis sentimientos en una libreta y practiqué lo que iba a decirle. Conté las horas que quedaban hasta la sesión del martes a las 17:15. Me pareció una eternidad.
Era hora de contárselo. Ocultarlo estaba lastrando mis progresos y me di cuenta de que yo misma me autocensuraba en nuestras sesiones.
Me senté en su sala de espera. Parecía que el corazón se me iba a salir del pecho. Tenía las manos sudadas. Me llamó y me senté en el sofá en mi sitio habitual. En esta ocasión, no fui capaz de hablar. No me salían las palabras. Me preguntó qué tal me encontraba y simplemente asentí con la cabeza. Abrí mi libreta y la sostuve con las manos temblorosas.
Le dije que a lo largo de esos meses había desarrollado un fuerte vínculo con ella. Le conté que nuestras sesiones eran el acontecimiento más destacado de mis semanas y que estaba impaciente por verla cada martes. Rompí a llorar cuando le dije que la quería. Terminé mi confesión diciéndole lo mucho que me preocupaba contarle esto y que comprendería si me decía que estaba loca y que no quería volver a verme. Al terminar, alcé la vista y la miré a los ojos.
Me aseguró que no iba a dejar de recibirme en su consulta y que era muy normal desarrollar estos sentimientos, sobre todo teniendo en cuenta que muchas de nuestras conversaciones habían girado en torno al amor y el sexo. Me dijo que lo más especial de una relación entre un cliente y su terapeuta es que permite tener conversaciones como esta y analizar qué significan en realidad estos sentimientos.
Dijo que tener estos sentimientos hacia ella tal vez significaba que ya estaba preparada para tener una relación y que buscaba intimar y sentirme querida. Y aunque no podía tener una relación con ella, mis emociones demostraban que ya tenía la capacidad de enamorarme y encontrar a una persona que estuviera dispuesta. También me mostró que nuestra relación como psicóloga y cliente había alcanzado un nivel más profundo y que ya estaba cómoda siendo sincera y vulnerable con ella, una buena noticia.
Ojalá pudiera decir que mis sentimientos hacia ella desaparecieron. No obstante, aunque todavía me siento muy unida a ella, me ha enseñado cómo es una relación sana. Me ha mostrado cómo es que alguien se preocupe por ti, con todos tus defectos. Estoy aprendiendo que no necesito ser perfecta para que me quieran y me apoyen. Y solo por esa lección ya han merecido la pena todas nuestras conversaciones.
Da miedo abrirte con tus sentimientos, sean positivos o negativos, pero juro que merece la pena. Y en eso consiste en realidad mi terapia: debo aprender cómo son las relaciones sanas y conseguir un espacio en el que pueda compartir cualquier sentimiento o emoción sin miedo a que me juzguen o me avergüencen. Yo he conseguido ambas cosas.
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