A vueltas con las etimologías, los neologismo y las palabras moribundas.
ONATHAN KIRN VIA GETTY IMAGES |
Vivimos en el presente, acompasados por la cultura y la lengua, un tiempo heredado de las etimologías y en el que transmitimos nuestro ADN a los neologismos. Los juegos léxicos nos proporcionan un material infinito de enriquecimiento. Gracias a ellos podemos saber, por ejemplo, que los tomates del pasado, aquellos que se cultivaban en la Italia del siglo XVI, eran amarillos y no rojos. De ahí que en la lengua de Petrarca se les siga llamando “pomodoro”, la manzana de oro.
Las etimologías suponen una mirada a la historia, al pasado más remoto. Bucear en ellas es un entretenimiento intelectual que nos dignifica como Homo curiosus, al transportarnos a la antigua Grecia y a la Roma imperial en la mayoría de los casos.
Hablando de historia, esta palabra deriva del griego “oida” que significa “yo sé” y que se formó del “oistor” —sabio— y “oisotoria”, literalmente los cuentos del sabio. No me podrá negar el lector que su metahistoria no es verdaderamente deliciosa.
Con la mirada en el pasado…
El coloquio se define como una conversación entre dos o más personas, en las que cada uno expresa o defiende su punto de vista en torno a un tema. Este vocablo procede del latín colloquium, que significa literalmente hablar entre varios. En el debate las discusiones son, por lo general, más acaloradas, y suelen girar en torno a temas políticos, económicos o sociales. En este caso el término también bebe del latín, pero lo hace de debattuere, con un significado mucho más bélico, enfrentarse.
Mucho más interesante, al menos desde el punto de vista etimológico, me parece el término “ministro”, una noble aspiración de muchos de nuestros políticos. El término procede de la raíz “minus” que significa menor o miniatura, de forma que el vocablo sirve para referirse al ayudante o sirviente, aquel que apenas tiene conocimiento.
En el otro extremo estaría la raíz “magister” —y el adverbio magis, más—, que dio origen a los magistrados y a los maestros, los más altos cargos en sus estamentos, aquellos que están por encima de los demás por sus conocimientos y habilidades.
…y con los pies en el presente
En el otro rincón, en el de enfrente, habitan los neologismos, unas palabras entreveradas, ajenas y, en ocasiones, antipáticas que nos conducen irremediablemente al futuro. A pesar de todo, es un rincón más popular entre los más jóvenes, entre los cuales hay hordas de seguidores —eso que ahora se llaman followers— y al que los expertos auguran una senectud envidiable.
El Diccionario de la Lengua Española, con sus tira y aflojas, nos devuelve al presente, a aquellos términos que se usan en la calle. Por eso ha creído conveniente introducir algunos conceptos “tan nuestros” como dril (del inglés drill, una tela fuerte de hilo), beis (del francés beige, el castaño oscuro de toda la vida) o bluyín (eso que los ingleses americanos escriben como “blue jeans” y al que se referían nuestras madres con un castizo “vaquero”).
El año 2021 nos despidió con la inclusión de nuevos términos por parte de la Academia. Entraron por la puerta grande algunos relacionados con la identidad sexual (poliamor, cisgénero o pansexual), otros con la pandemia que nos ocupa (emergenciólogo y urgenciólogo) y otros relacionados con el cambio tecnológico (webinario, geolocalizar y bot).
En ese afán por dar esplendor a nuestro vocabulario, hace unos años los académicos dieron una digna sepultura a palabras como cocotriz o durindaina, la hembra del cocodrilo y la justicia, respectivamente. Palabras que habían dejado de ser de uso común en nuestros días, como tampoco lo eran ahogaviejas —una planta de tallo delgado— o bajotraer —humillación—. Pero, he de confesar, me apenó saber que cuñadez —la relación entre cuñados—, titilante —refulgente— o churruscarse —quemarse una cosa— siguieron el mismo camino. En fin, ya se sabe, no somos nadie.
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