Las noticias sobre cultura suelen venir acompañadas estos días de la palabra cierre. Se suspenden festivales, se despiden músicos y bibliotecarios, se apaga la luz de las fundaciones y se niegan ayudas a programas de conferencias. Llueve sobre mojado en los dividendos de las grandes empresas, pero cae un sol implacable sobre la sequía de la educación y la cultura. El panorama es aún más grave después de la bancarización de las cajas de ahorros. Por lo que se refiere a patrimonio y actividades culturales, el Estado sólo llegaba a muchos territorios a través de la obra social de las cajas.
Es verdad que estos recortes llaman menos la atención que el candado en quirófanos y salas de urgencia. Pero merece la pena preocuparse de ellos, aunque sea en voz baja, en medio de la escandalera de la crisis. ¿Qué nos queda a los ciudadanos? Puede resumirse en una palabra: la telebasura.
Dentro del horizonte social ilustrado, la cultura se identificó con el conocimiento y la educación. Los estudios realizados en los últimos años sobre esta materia indican que los europeos identificamos ya cultura con espectáculo. Y el espectáculo no se concibe como propuesta de pensamiento o belleza, sino como un modo de diversión fácil. Filósofos y tertulianos del corazón pertenecen al mismo circo. Pero los filósofos dan la lata y los tertulianos entretienen.
Como la labor intelectual es inseparable de la conciencia crítica, los poderes económicos y políticos más conservadores prefieren invertir en su desprestigio. Han sido frecuentes las campañas de publicidad contra el mundo de la cultura bajo la consigna de que actores, cantantes, cineastas, escritores y músicos viven del pesebre, las subvenciones estatales y los favores del Gobierno socialista. Con un mínimo análisis de la realidad, se comprueba que muchos de los nombres criticados nunca apoyaron al PSOE y que la parte más significativa de la llamada ceja necesitaba pocas subvenciones públicas debido a su éxito profesional. Las ayudas o los recortes en cultura afectan más a los artistas jóvenes que a los consagrados.
Las fundaciones y los foros culturales han jugado un significativo papel de intermediación. Al desaparecer este tejido de articulación cívica, los individuos quedan sometidos a la farsa populista del poder. El éxito de las campañas contra la cultura, en las que la derecha ha contado con el apoyo furibundo de algunas voces izquierdistas, es un síntoma que va más allá de las tácticas coyunturales del partido conservador. Se relaciona con un descrédito interesado de los políticos y los intelectuales. Es grave para la democracia que se pretenda ridiculizar el apoyo público y libre a una opción política. Y es grave para la sociedad que se desprecie la inteligencia. ¿Qué se habrán creído estos?, ¿es que son más importantes que yo?, preguntan los devotos de la telebasura. Ningún ser humano es más importante que otro. Pero es una trampa confundir la igualdad democrática con el desprecio al estudio, el conocimiento y la reflexión. Los instintos bajos del populismo y las reacciones viscerales no son un buen camino para definir la sociedad. Importan más los argumentos de peso y la lentitud del pensamiento. Desde esta perspectiva sí vale la experiencia del respeto democrático. Conocemos doctores y personajes con fama de cultos que dicen verdaderos disparates, y gente anónima, de sabiduría vital, capaz de enseñarnos a mirar el mundo.
Albert Camus nos avisó de que la zafiedad y la degradación en el tiempo de ocio son tan graves como la precariedad laboral y la falta de libertad. El populismo grotesco de la política dominante, los chistes, las tonterías y los silencios de los candidatos, el papel de las mentiras en las campañas electorales, serían poco efectivos sin ciudadanos acostumbrados a despreciar la cultura, orgullosos de su propio analfabetismo. Este es el horizonte que se cultiva con el cierre de fundaciones, festivales, orquestas y bibliotecas. Se trata de recortes en la capacidad de pensar al margen del populismo dominante.
El compromiso intelectual es doble: dejarse ver con seriedad en la política y dar un poco la lata en el trabajo profesional. La cultura no tiene por qué someterse a las exigencias del entretenimiento facilón.
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