INVERTIR en cultura ha dejado de ser rentable. Y no hablo de los clásicos problemas de financiación, sino de política. Si durante siglos la cultura ha tenido que esforzarse por demostrar su utilidad social, ahora es la crisis la que cuestiona su propia rentabilidad en una esfera pública donde ya no hay espacio para operaciones de exhibición mediática y mucho menos para focos y flashes a cualquier precio. La cultura se ha convertido en la víctima más callada e invisible de la crisis; tan importante como la educación o la sanidad, pero sin altavoces capaces de reclamar su rescate. Ni política ni socialmente es una prioridad. ¿Qué puede ofrecer el mundo de la cultura a gobiernos y ciudadanos en estos momentos de incertidumbre y regresión social? ¿Debemos invertir en cultura cuando no lo hacemos en carreteras, becas u hospitales? Si sólo vemos la cultura como entretenimiento, ocio de masas y arte de la evasión, tal vez no. ¡España no está para más despilfarros! Pero sería un planteamiento tramposo, tendencioso, si atendemos a la verdadera dimensión de la cultura como factor de crecimiento y cohesión de los pueblos, como motor de desarrollo por su aportación efectiva a la economía de un país o como instrumento de empleo y generación de riqueza.
El problema es doble: no hay dinero y tampoco modelo. En los últimos años, atraídas por la productiva inversión que las actividades culturales siempre han supuesto en prestigio e imagen, las instituciones han vampirizado el sector de las industrias culturales con la misma intensidad que han dejado escalar la burbuja del ladrillo. Lo público ocupaba su espacio, del imperativo de la conservación patrimonial a su papel como garantista de un derecho cada vez más fundamental en los Estados modernos, pero también invadía la esfera privada anestesiando el tejido creativo con un irracional modelo de subvenciones que ha terminado siendo absolutamente insostenible. Hoy, las programaciones municipales rozan la anorexia, las fundaciones se quedan sin presupuesto y los teatros crían telarañas. Mientras salvamos al sistema financiero e intentamos recomponer el escenario en una España sin rumbo, enterramos los festivales que se multiplicaron como clones sin otro sentido que el rédito electoral y dejamos desasistidos a los artistas y promotores que se tuvieron que acostumbrar a operar viviendo de lo público o lidiando con su competencia desleal.
Aquí sí que necesitamos reformas. Y profundas. Me refiero, por ejemplo, a la Ley de Mecenazgo. En Estados Unidos y en todo el mercado anglosajón, la entrada de capital de empresas y particulares a las actividades culturales es una rutina: legiones de ciudadanos sostienen proyectos tan emblemáticos como el Metropolitan de Nueva York y el Convent Garden de Londres y estrategias como el crowdfunding (financiación a pequeña escala a través de la red), elfundraising (captación de fondos) y el naming (intercambio en especie con la incorporación del nombre del patrocinador) se han convertido en salvavidas de multitud de proyectos. Son numerosas las empresas, y también los particulares, que tienen asumida la cultura del mecenazgo y quieren invertir en cultura.
¿Más que en España? Hay un déficit de tradición y de mentalidad pero no parece que haya menos vocación cultural y social, sobre todo, si se premia con una compensación fiscal. Hace un par de meses el ministro Wert habló de desgravar hasta un 70% (ahora es el 25%) e incluso de un 100% en el caso de los primeros cien euros donados por las personas físicas. Aunque primero tendrá que 'convencer' a Montoro, sería un paso para repensar el modelo y resituar el papel de lo público y lo privado; de las administraciones, las empresas, el tercer sector y los ciudadanos. Si se lo pudiera permitir y además conllevara un incentivo, ¿por qué no ayudar a sobrevivir a la Fundación Ayala? ¿Por qué no participar en la resurrección del Centro Guerrero? ¿Por qué no escuchar el SOS de los promotores independientes de esta ciudad?
Cuando a finales de los 90 Hannah Arendt abordaba La crisis de la cultura, decía que una crisis nos obliga a "volver a plantearnos preguntas" y advertía que, a veces, el problema es que buscamos las respuestas en la ilusión de un mundo posible; no en el real. La Granada cultural está en crisis. ¿Hay respuesta? Tal vez debamos empezar preguntándonos sirealmente creemos en la cultura, si somos capaces de rescatarla devolviéndole su verdadera rentabilidad y si estamos dispuestos a utilizar la crisis como una oportunidad y un momento de apertura.
domingo, 8 de julio de 2012
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