TRIBUNA
Puede que el camino sea esa Europa de varias velocidades, pero lo más importante no es la velocidad sino el objetivo que se persigue. De nada sirve ir rápido si vas en la dirección equivocada
De la fustración a la esperanza |
Durante generaciones, Europa ha sido siempre sinónimo de futuro". Así reza la primera frase del Libro Blanco de la Comisión Europea presentado el pasado uno de marzo.
Así es, y es indudable que así ha sido en el pasado. Basta con recordar que lo que era el empeño de seis países, hoy lo es de 27; los que sumaban 180 millones, hoy somos 500 millones de personas cuya renta media era de 15.000 euros y hoy es de más de 52.000. En 1957 aún humeaban los rescoldos de las tragedias bélicas que habían ensangrentado nuestro continente; hoy llevamos sesenta años de paz en Europa, por primera vez en toda nuestra historia. Hoy, la Unión Europea, con el 6% de la población mundial es la primera potencia comercial del mundo, produce el 24% del PIB mundial, concentra el 50% del gasto social en todo el mundo y 65% de la ayuda al desarrollo o humanitaria. Y es el mayor espacio de democracia, derechos y libertades en todo el globo.
Es decir, siendo honestos con la verdad, hay pocas dudas de que el proyecto que hace sesenta años comenzó en Roma ha sido, en términos generales, una historia de éxito. Pero no está escrito que Europa vaya a seguir siendo ese sinónimo de futuro. Al contrario, hay grandes incertidumbres que amenazan su propia existencia.
Hoy, la Unión se enfrenta a grandes desafíos. En primer lugar, la desigualdad social, que ha avanzado de forma clamorosa en estos años de crisis y que es causa de que, para millones de ciudadanos del continente, especialmente de los países del sur, la política europea aparezca como responsable de una situación de empobrecimiento de las clases medias y trabajadoras, recortes de salarios y pérdida de derechos sociales. En segundo lugar, el ascenso de los nacionalismos y populismos, movimientos que utilizan las heridas sociales de la crisis y agitan de forma demagógica el espantajo de la inmigración para volver a poner en primer plano la identidad nacional cuando, a estas alturas, el problema no es, ni puede ser, de independencia, sino de interdependencia. Y en tercer lugar, la incapacidad de las instituciones de la Unión para hacer frente a situaciones críticas, como ha sido el caso de las olas migratorias de uno u otro signo o la propia crisis económica.
La verdad es que todos estos grandes retos, más algunos otros que son también decisivos, como la competitividad de nuestra economía, la energía, o las políticas de seguridad y defensa sólo tienen una salida positiva y de progreso en el marco de un fortalecimiento y mayor integración de la Unión Europea, fortalecimiento que se puede conseguir avanzando en lo sustancial de manera que se consiga "una Unión grande para las grandes cuestiones y pequeña para las pequeñas", tal y como dice la declaración suscrita el pasado sábado por los líderes europeos. Puede que el camino deba ser esa Europa de varias velocidades, pero lo más importante no es la velocidad sino el objetivo que se persigue. De nada sirve ir muy rápido si vas en la dirección equivocada.
En esta misma declaración se apuesta por la estabilidad y la prosperidad de los países de la vecindad más inmediata, palabras que afectan de manera especial a la ribera rur y este del Mediterráneo. Recuperar la credibilidad de la Unión requiere poner fin, de forma civilizada, democrática y humanitaria, al drama de los refugiados, ordenar de la misma manera los flujos migratorios y establecer, de una vez, un gran plan concertado que impulse el desarrollo económico, la justicia social y la democracia en estos países. La seguridad, la estabilidad y el progreso de Europa no son posibles sin contar con nuestros vecinos del Mediterráneo, que tiene que dejar de ser un lugar de sufrimiento para convertirse en un espacio de convivencia, desarrollo y paz. Nunca es tarde para intentarlo con seriedad y determinación y la propia historia de la Unión nos enseña que en muchas ocasiones se ha avanzado desde situaciones de crisis e intentos fallidos.
El debate que acaba de abrirse en la Unión no puede ser burocrático y rutinario. Más bien, y más aún en estos tiempos en los que la llamada era Trump abre grandes interrogantes sobre el futuro, lo que necesitamos es un gran esfuerzo colectivo para conseguir que los valores que hicieron grande a la Unión, los de la paz, la libertad, la democracia, la solidaridad se conviertan en los impulsores de una renovada Unión Europea de deje de abrir caminos a la desigualdad y la insolidaridad y ocupe en el mundo el lugar que le corresponde. Sólo así pasaremos de la frustración a la esperanza.
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