Aparece de la nada.
Empieza con una opresión en el pecho, como si tiraran de ambos extremos de una soga atada en torno a los pulmones y el corazón. Me vuelvo hipersensible con todo lo que sucede a mi alrededor, una especie de sentido arácnido. "¿Por qué habla todo el mundo tan alto?", me digo a mí misma cuando mi oído está más sensible. (Y hablan a un volumen normal, claro). Empiezo a respirar rápido. Mis ojos recorren la habitación en busca de amenazas que no existen, mis piernas se vuelven gelatina y apenas puedo caminar sin caerme al suelo como un árbol talado a hachazos.
"Tengo que irme", le digo a quienquiera que esté conmigo. "¿Irte adónde?". A cualquier parte.
Y es entonces cuando vence; la ansiedad vence cuando me pierdo en mi propio cuerpo y no tengo ningún sitio adonde ir.
NATALIE HARRIS |
Estaba de vacaciones en un complejo cuando la ansiedad decidió salir a la luz. En el paraíso, de entre todos los lugares posibles. Debería haber sabido que aparecería, porque sucedió mientras esperaba para ver un espectáculo en vivo en el que iba a haber mucho ruido, y el ruido es un claro desencadenante de mi ansiedad. Los lugares abarrotados de gente, las sirenas y los espacios cerrados también son desencadenantes habituales de mi ansiedad (y la de muchas otras personas). Ser consciente de que puede aparecer un detonante en cualquier momento es como caminar sabiendo que tengo un monstruo siniestro siguiéndome de cerca, a un paso de distancia, esperando para asustarme cuando menos me lo espere. No es divertido, pero seguro que a ese monstruo le parece tronchante.
"Voy a hacer como que soy una persona normal. Está chupado", pienso para mí. Intentar parecer normal (sea lo que sea eso) es un mecanismo para lidiar con la ansiedad bastante habitual entre los que sufren este problema, aunque es precario, ya que el monstruo inevitablemente ganará nueve de cada diez veces. He descubierto que ser honesta conmigo misma y con otras personas tan pronto como aparece un detonante es la mejor forma de combatirlo. Las personas normalmente no pueden ver cómo me hace sentir la ansiedad (al principio), así que ser franca puede servir de ayuda para concienciarles sobre cómo puede llegar a afectarme.
He descubierto que ser honesta conmigo misma y con otras personas tan pronto como aparece un detonante es la mejor forma de combatirlo.
Encuentro un asiento bien escondido en una esquina y trato de centrar mi atención en el sabor a menta de mi mojito sin alcohol, pero no transcurre mucho tiempo hasta que las luces del escenario empiezan a brillar. Azul, rojo, azul, rojo, como las luces de la ambulancia en la que fui paramédica durante 11 años. Las luces centelleantes me producen ansiedad desde que me diagnosticaron estés postraumático en 2012.
"Lo tienes controlado, Natalie. No seas llorica", me recuerdo.
FREDER VIA GETTY IMAGES |
Percibo cada comprobación de micrófono ("Uno, dos, tres") vibrando en el suelo; recorre mis piernas y se suma a la creciente opresión del pecho.
"No estoy segura de poder quedarme aquí", le digo a mi amigo, que me mira confuso. "Hay detonantes por todas partes, de verdad", sigo explicándole.
Y entonces "esa mirada" que temo ver se dibuja lentamente en su rostro: decepción. El peor sentimiento que le puedes provocar a una persona. En ese momento, ODIO tanto mi ansiedad que me entran ganas de chillar más alto que los artistas del escenario.
"Tú solo cierra los ojos cuando empiecen a brillar las luces", me dice.
Sé que está haciendo lo posible por ayudar, pero eso es como decirle a un vegetariano que se quite el beicon de la pizza y se la coma. Puede que ya no lo vea, pero sabe que algo permanece ahí. Se me anegan los ojos de lágrimas. El pecho me oprime todavía más y las piernas me empiezan a temblar. Suspiro. Ojalá aceptara mis sentimientos y me diera la mano.
"¡Tengo que irme!", digo ahora firmemente, frustrada conmigo misma por dejar que la ansiedad escale hasta este punto y aún más frustrada por el propio hecho de tener ansiedad.
Me arranco los zapatos de tacón y camino con ímpetu hacia las escaleras del hotel.
Al llegar, me desplomo de rodillas. Como si acabara de correr una maratón, pero sin medallas a la vista, nunca. Estoy sin aliento y sudando.
Recupero el aliento. Me siento en las escaleras.
"Puedo hacerlo", me digo una y otra vez.
Respiro profundamente desde el abdomen e inhalo el olor de la brisa del mar. Luego exhalo y percibo la calidez que sale por los orificios de mi nariz. Lo repito varias veces, haciendo acopio de la energía suficiente para dar un paso más. Respirar profundamente me ayuda a poner en marcha el sistema nervioso parasimpático o, en otras palabras, mi estado de relajación mental y corporal. Requiere práctica ser capaz de distraer la atención de esa opresión extremadamente patente que sufro en el pecho para centrarla en la respiración, pero merece la pena.
TAPUI VIA GETTY IMAGES |
Por fin consigo llegar a mi habitación del hotel y, con las manos temblorosas, inserto la tarjeta llave en la ranura. Abro la puerta para adentrarme en el oasis de silencio que me está esperando. Sin embargo, todavía no consigo llegar hasta la cama, de modo que dejo que mi espalda se deslice por la puerta y me siento en el suelo, suspirando de forma ruidosa mientras miro el techo.
"Piensa en cinco cosas que puedas ver... Eso siempre te distrae de la ansiedad".
Luego me invade la culpa, no puedo evitar pensar que le he chafado la noche a mi amigo. Por desgracia, la culpa y la ansiedad van siempre juntas.
Realizo el ejercicio y noto que mi respiración empieza a regularse. Los ejercicios de distracción son un modo estupendo de engañar al monstruo para que piense que no notas que está ahí. Al concentrarme en mi alrededor, no me queda atención que dedicarle a la oscuridad que quiere tomar control de mi cuerpo.
Luego me invade la culpa, no puedo evitar pensar que le he chafado la noche a mi amigo. Por desgracia, la culpa y la ansiedad van siempre juntas, como Thelma y Louise. Me alegra que mi amigo se haya quedado a ver el espectáculo, pero me avergüenza y me molesta no haber sido capaz de realizar esa misma simple tarea.
El episodio no dura más que 20 minutos, pero me parecen una eternidad.
La "maratón" ha terminado... por ahora. ¿Sufriré otro ataque de ansiedad? Puedo estar bien segura de ello. ¿Sobreviviré? Sí. ¿Es una mierda? Totalmente. ¿Me acabará haciendo más fuerte al final? Lo sé. ¿Y sabéis qué? Me merezco una medalla por haber superado la ansiedad en el paraíso.
Así que, ¿dónde está mi mojito?
NATALIE HARRIS |
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