SARAH BREGEL |
Agarro las mantas, me las subo hasta el cuello, me acurruco en la cama y siento que mi cuerpo entero se derrite. Después de trabajar, caminar en la cinta, recoger a los niños, hacer la cena, bañarlos y leer algún libro, estoy molida. Quizás sea la primera vez que he podido respirar hondo después de un día vertiginoso. Aun así, me siento satisfecha. Me estiro y ocupo mi espacio. No me importa estar sola en mi dormitorio. De hecho, lo prefiero así.
Llevo un año separada. Hay nuevas dificultades, pero dormir sola no es una de ellas. Siempre deseé tener más espacio en mi matrimonio, uno de los motivos por los que decidí dejarlo. Durante mucho tiempo me estuve preguntando si alguna vez reuniría el valor para hacerlo. Me preguntaba si sería demasiado doloroso para mis hijas, que tienen 4 y 9 años ahora. Me preocupaba no ser capaz de mantenerme económicamente por mí misma. Mis amigos me facilitaron el número de teléfono de diversos terapeutas de parejas y les dimos un intento. Tres, de hecho.
Aun así, durante casi todo ese proceso, sentía que necesitaba cambiar algo.
Al principio, pensaba que tenía que cambiar algo sobre mí misma, así que me concentré en mi salud. Empecé a comer bien y a hacer ejercicio. Tomé menos alcohol. Me saqué un título de yoga y abordé mis problemas de insomnio desde distintos ángulos. Tenía el trabajo de mis sueños como escritora autónoma y, con una hija que ya iba al colegio y otra a la guardería, por fin tenía tiempo para centrarme en mí. Había alcanzado el éxito en muchas facetas de mi vida, pero seguía sin ser feliz. Me sentía reprimida, irascible y al límite de la depresión. En ocasiones, pensaba: “Igual la vida de casada con dos hijas es así. Quizás se siente así todo el mundo”.
Había alcanzado el éxito en muchas facetas de mi vida, pero seguía sin ser feliz. Me sentía reprimida, irascible y al límite de la depresión.
Empecé a cuestionarme seriamente mi vida. No podía ignorar que el factor principal de mi infelicidad era lo insatisfecha que me sentía con mi matrimonio. Reflexionar en profundidad sobre lo que iba mal significó que dejé de reprimirme cuando hablaba con mi marido. Empecé a criticar lo que no me gustaba que hiciera, como llegar tarde a casa o distraerse con el móvil. Siempre estaba criticándole por ser tan poco fiable. Dejé que brotara mi rabia y tuvimos las mismas discusiones una y otra vez porque yo ya no ocultaba mis sentimientos ni mis necesidades.
Lo cierto es que nada de eso importó realmente. En el fondo, sabía que no era feliz en mi matrimonio y que probablemente nunca lo sería, independientemente de lo que cambiara mi marido. Sin embargo, admitirme la verdad a mí misma, por no hablar ya de la familia, fue doloroso. No me hacía a la idea de ser la persona que rompería la familia por comodidad. Durante años, la culpabilidad que sabía que iba a sentir si decidía no seguir casada me mantuvo atada. Era una madre infeliz, pero mis hijas tenían un hogar con dos padres. No tenían que turnarse para pasar las festividades en una casa o en otra y, pese a que mi marido y yo discutíamos más que nunca y eso solo nos hacía sufrir, separarnos resultaba inconcebible.
Finalmente, llegué a un punto crítico. Sucedió justo después de que mi marido volviera a casa tras un viaje de trabajo de una semana de duración. Me di cuenta de que en su ausencia no me había enfadado en ningún momento. También había dormido mejor. Supe que no podía seguir sacrificando mi salud mental. Necesitaba un cambio.
Unos pocos meses después, tras ensayar la conversación conmigo misma incontables veces, le dije a mi marido que no quería seguir casada. Seguimos adelante, lenta y dolorosamente. Decírselo a mis hijas fue desgarrador. Una de ellas corrió a su cuarto llorando, enterró la cabeza bajo la almohada y siguió llorando y haciendo preguntas sobre qué pasaría a partir de ahora. Su mayor preocupación era que alguno de nosotros se volviera a casar y tuviera que compartirnos con otra persona.
Tras ensayar la conversación conmigo misma incontables veces, le dije a mi marido que no quería seguir casada.
Intentamos que la transición fuera lo más sencilla posible para mis hijas. Alquilamos un apartamento durante seis meses para ir turnándonos. Cuando terminó el contrato de alquiler, mi marido se mudó a una casa que estaba a unos pocos kilómetros. Yo ya estaba lista para el cambio y, después de todo el tiempo que habíamos pasado preparándolo, parecía que las niñas también lo estaban. Incluso se animaron al decorar sus nuevos dormitorios. Conforme han pasado los meses, no se han quejado de nuestra nueva vida. Lo han sobrellevado mejor de lo que me hubiera podido imaginar. Y, aun así, todo ha cambiado muchísimo.Todos debemos ser valientes a nuestro modo.
Sé que lo hice con la mejor intención, pero sigo atormentada por los “y si”. ¿Y si no me esforcé lo suficiente? ¿Y si pudiéramos haberlo arreglado? ¿Y si mi propia felicidad no merecía el estrés emocional que he puesto sobre mi marido y mis dos hijas?
En las noches más silenciosas, antes de dejarme llevar por el sueño, esa sensación familiar me golpea. Tengo que seguir esforzándome mucho para no pensar en ella. Ahora mismo aún no soy capaz. No me siento sola ni me cuesta llevar a cabo las tareas del día a día. No me siento más saturada ahora que cuando seguía casada. Algunos tipos de estrés se han suavizado. No obstante, la culpabilidad me tortura. No dejo de pensar en cómo desgarré la familia. Me imagino a mi marido solo en su casa. Me pregunto si estará bien.
La mayoría de las madres solteras se quejan de lo difícil que es encontrar un momento para tener citas y del paripé en el que consiste el mundo moderno de las citas, en el caso de que logren encontrar un hueco en la agenda. Hablan de lo solas que se sienten o de las muchas cargas que pesan sobre ellas. Hablan de cargas financieras, de guarderías asequibles o de no tener ya a nadie a quien llamar para que traiga algo de la tienda. Son realidades de las madres solteras y son duras, también para mí. Sin embargo, la mayor dificultad, con diferencia, es afrontar los sentimientos que me provoca haber sido quien dejó el matrimonio, la que se rindió, la que hizo sonar el pitido final, la que supo que quería seguir adelante.
Creo que a todos nos irá mejor así a la larga, pero pocas veces termino el día sin sentirme mal por pensar que lo que rompió mi familia fue mi necesidad de un cambio. Si hubiera mantenido la boca cerrada y hubiera tratado de sentirme satisfecha con mi vida tal y como estaba, no habría sufrido nadie más. Mi marido no habría tenido que pasar por todas las dificultades que ha soportado durante el último año. Mis hijas no habrían tenido que ir de una casa a otra constantemente.
Saber que el final del matrimonio fue decisión mía es una losa pesada que no sé si algún día podré quitarme de encima.
La culpabilidad me impide seguir adelante con mi vida. Cada vez que siento que estoy haciéndolo bien, me arrastra de nuevo hacia atrás. Hace que la felicidad sea inalcanzable porque me obliga a preguntarme si me la merezco. Me veo obligada a reflexionar en profundidad siempre para llegar a la verdad, que es terriblemente difícil de ver.
Saber que el final del matrimonio fue decisión mía es una losa pesada que no sé si algún día podré quitarme de encima.
Y la verdad es que soy más amable y comprensiva con cualquier otra persona que conmigo. Si una madre me dijera lo infeliz que es en su matrimonio y que sabe qué es lo que debe hacer pero no encuentra fuerzas para hacerlo, la animaría a separarse porque su felicidad importa tanto como la de los demás. Jamás le diría a alguien que aguantara por su marido, ni siquiera por sus hijos. Cuando una persona se siente tan infeliz, toda la familia sufre. Esto lo sé, pero es más fácil pensarlo que aplicármelo.
Cuando me despierte mañana por la mañana, dejaré de estar nublada por la culpabilidad. Sé que cuanto más lo haga, más naturales me resultarán mis sentimientos, ya sean positivos o negativos, para pasar página y hacerle un espacio a lo nuevo. Al fin y al cabo, para eso replanteé mi vida en una nueva dirección: para hacer espacio.
Me acurruco con mis hijas, que están felices y satisfechas. Me hago un café, les envuelvo la comida y salimos de casa. Después, me acomodo en mi cafetería favorita y brota un nuevo sentimiento. Me siento aliviada por haber tenido la conciencia, la fortaleza y el compromiso para cambiar mi vida, porque no fue sencillo, pero sí correcto. Sé que la culpabilidad no ha desaparecido. Sé que regresará y tendré que poner en orden mis pensamientos, como haría con mis mejores amigos. Sé que debo darme permiso para sentir compasión por mí misma.
Puede que siempre me sienta algo culpable por haber cambiado la configuración de mi familia, pero también sé que seré una persona más feliz y más sana y, por lo tanto, mejor madre. Y eso es lo que buscaba. En eso pienso cada vez que me acorrala la culpabilidad. Sé que cuanto más firmemente me asiente en esta nueva vida, más olas de confianza llegarán a mí.
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