Saber ponderar en condiciones de mucha incertidumbre es un “arte”.
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egún una visión algo ingenua, pero muy extendida entre mucha gente, y que ha contribuido a reforzar algunos divulgadores, analistas e incluso algunos científicos, la ciencia suministra “verdades”. Estas verdades se expresan generalmente en forma de información numérica, y convierten una decisión política basada en evidencia en un proceso relativamente limpio, exento de mayores trabas y que, por tanto, no debiera presentar mayores incógnitas a quien corresponde tomar una decisión. Por ese motivo arrecian las críticas contra los dirigentes de países occidentales (casi todos) que no adoptaron rápidamente medidas drásticas contra la trasmisión del coronavirus. Muchos escritores, tertulianos o políticos de la oposición sostienen que el trabajo de los gobernantes consiste en conocer “la” verdad y darle cauce apropiado, y que si no lo han hecho es porque han incurrido en negligencia culposa. Políticos incompetentes, deshonestos o maliciosos, frente a una ciudadanía que los sufre calladamente. El encuadre arquetípico de la retórica populista.
Esta concepción adolece de distintos problemas, que no puedo tratar aquí en toda su extensión. Me voy a centrar en la etapa que antecede a la toma de la decisión política: ¿Qué clase de evidencia produce la ciencia sobre cuestiones susceptibles de ser objeto de decisión política? ¿En qué medida la ciencia produce certezas que garantizan que el decisor político cuenta con la mejor información para tomar una decisión? ¿En qué medida existen otras consideraciones de viabilidad y deseabilidad que ese decisor puede tener que barajar antes de imponer una decisión basada en la mejor evidencia disponible?
Durante mucho tiempo, pensadores y analistas han predicado una idea muy persuasiva. La ciencia nos encamina inexorablemente a “la” Verdad. Cualquier problema humano tiene una solución científica. Solo es cuestión de tiempo, inteligencia y esfuerzo descubrirla. Según este relato, la historia está jalonada de héroes que, desde sus laboratorios, han empujado el conocimiento hacia cotas superiores. El sistema científico sería una maquinaria productora de conocimiento sobre el mundo, que convenientemente utilizado consigue mejorar la vida de las personas.
Sabemos mucho sobre el comportamiento de epidemias en general, pero no lo suficiente para conocer cada epidemia en su especificidad.
Estas premisas han atravesado períodos de crisis, que las han puesto en entredicho. No es oro todo lo que reluce. El progreso científico ha posibilitado el desarrollo de armas destructivas, y muchos científicos se han involucrado directamente en su producción por intereses espurios. Los nazis contaron con antropólogos que trabajaron para fundamentar la superioridad de la raza aria, virólogos que sometieron a los prisioneros a experimentos espantosos e ingenieros que se afanaron en perfeccionar el exterminio de los judíos en eficientes cámaras de gas. Los accidentes de Chernobyl y Fukushima han sido recordatorios de que la ciencia, incluso en sus expresiones tecnológicas más sofisticadas, no es infalible, y puede poner en peligro a la humanidad. Inevitablemente, la ciencia también llega tarde a mucha de las citas en que es invocada. El avance científico es gradual, pero los problemas humanos se presentan muchas veces de manera inesperada, reclamando respuestas inmediatas.
Sin embargo, en general, en amplias capas de la ciudadanía ha prevalecido afortunadamente la confianza en que la ciencia produce conocimiento que contribuye a mejorar la vida de las personas. En los últimos años, reputados académicos como el profesor de Harvard Steven Pinker nos recuerdan muy justificadamente que el mundo mejora y eso es, en buena medida, gracias al progreso científico. Con mucha razón señalan que ciertas formas de relativismo y anticientifismo son un lastre para esa mejora.
Una forma de proteger a la ciencia ha sido presumiendo una separación radical entre el conocimiento “duro” que proporciona la ciencia y la gestión “blanda” que de ese conocimiento realizan los responsables públicos, sujeta a muchos prejuicios y controles laxos de calidad. Sin embargo, muchos filósofos y sociólogos de la ciencia argumentan que esa separación es, en buena medida, artificial. El conocimiento “duro” es a veces escaso o poco robusto en el momento en que más se necesita.
Una de las cosas que se olvidan más a menudo en momentos críticos como los que estamos atravesando estos días es que el conocimiento que produce la maquinaria científica genera grandes dosis de incertidumbre, especialmente durante las primeras fases de investigación sobre un fenómeno nuevo, en que la recopilación de datos reales es todavía fragmentaria y/o parcial, y muchas veces incluso sesgada. Ante el peligro que supone una epidemia, por ejemplo, la ciencia puede ayudarnos a estimar riesgos, pero de una forma bastante imprecisa. Sabemos mucho sobre el comportamiento de epidemias en general, pero no lo suficiente para conocer cada epidemia en su especificidad. Inevitablemente, cualquier modelo predictivo, ante la falta de información y la escasa calidad de los datos disponibles al principio, trabajará con una serie muy limitada de parámetros, simplificando una realidad que es demasiado compleja para ser conocida en su totalidad e incorporada en todas sus dimensiones relevantes al análisis.
En estas condiciones es iluso pensar que podamos llegar a tener políticos, del signo que sean, que tomen decisiones óptimas con la información de que disponen.
Diferentes enfoques y ramas del conocimiento producirán predicciones distintas e incluso inconsistentes. Incluso habrá muchos aspectos de la realidad, que siendo relevantes para entender adecuadamente un fenómeno, ignoraremos que ignoramos. Muchas de estas consideraciones suelen recogerse en el apartado de “limitaciones” que puede encontrarse al final de cualquier artículo científico. En este apartado las mejores revistas de cada disciplina exige a los autores reflexionar sobre las carencias de los resultados de su investigación, el grado en que dependen de la información disponible o la simplificación realizada en el modelo, o en qué medida son generalizables fuera del marco geográfico, social o cultural en que se ha realizado la investigación.
Durante las pasadas semanas hemos asistido a una sinfonía caótica donde intérpretes de diferentes melodías han ejecutado una obra sin partitura. Epidemiólogos de distintas familias han estimado diferentes riesgos y velocidades de trasmisión del contagio. Los hubo que consideraron el riesgo de transmisión “razonablemente bajo” todavía el día 8 o el 9 de marzo, mientras otros ya creyeron ver venir la catástrofe 5-6 días antes. Distintos matemáticos y modelizadores han simulado diferentes escenarios de evolución del contagio en función de las respuestas públicas alternativas que era posible dar. Algunos presentan a estas alturas de la epidemia notables desviaciones respecto a las predicciones iniciales. Salubristas, sociólogos, trabajadores sociales, economistas y politólogos han reclamado que su voz también fuera escuchada.
El resultado es un ruido ensordecedor, amplificado por la utilización sesgada de la información científica disponible por científicos que han elegido ventilar sus opiniones fuera de los cauces académicos previstos, o por analistas mediáticos y agentes políticos de distintas persuasiones ideológicas. Entre todos, han (hemos) evidenciado que era muy difícil saber qué conviene hacer en cada momento ante un fenómeno conocido de manera limitada e interpretado de cientos de formas distintas.
Saber ponderar en condiciones de mucha incertidumbre es un “arte”.
En estas condiciones es iluso pensar que podamos llegar a tener políticos, del signo que sean, que tomen decisiones óptimas con la información de que disponen. La decisión óptima es, en estas condiciones, un unicornio. La decisión que hoy parece evidente que debió adoptarse hace una semana quizás no lo parecía entonces (aunque pudiera ser una de las que se barajasen). Lo que parece de cajón que hay que hacer inmediatamente puede quedar desmentido en unos días.
Se puede censurar a algunos políticos su insensibilidad, su falta de humanidad, su tolerancia al riesgo, su indolencia, su falta de transparencia o la proclividad a faltar a la verdad. Mil y una deficiencias de carácter o catadura moral. O haberse parapetado en la superchería, encomendarse a una virgen o al destino en lugar de utilizar la mejor evidencia científica disponible. Distintos líderes mundiales han acumulado méritos suficientes para recibir alguno de esos reproches. Pero no se les puede reprochar que contando con certezas, las ignoraron. No tenían certezas ni estimaciones fidedignas del riesgo en qué incurrían sus países cuando optaron por las decisiones que adoptaron. Quienes actuaron con responsabilidad tomaron decisiones ponderando el abanico de información científica (incompleta) que tenían y otros criterios de viabilidad y deseabilidad social. Saber ponderar en condiciones de mucha incertidumbre es un “arte”. Un arte donde el conocimiento científico disponible debe ocupar un lugar preeminente, pero no asegura ni mucho menos el éxito de la decisión. Donde verdaderamente nos la jugamos es en que aprendamos a perfeccionar ese arte extrayendo lecciones de esta crisis que puedan formar parte del acervo de conocimiento (no solo de laboratorio o estrictamente sanitario) que podamos utilizar para diseñar respuestas más efectivas frente a la próxima pandemia.
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