TRIBUNA
Aunque el Covid-19 no es la única catástrofe en la historia contemporánea, sí es la primera que constata, de un modo flagrante, la exclusión social a la que estamos expuestos
El día en que la exclusión nos afectó a todos |
Hay momentos en el devenir de la historia que se graban a fuego y dejan una impronta que nos acompaña para siempre. El 11-S en EEUU o el 11-M en España han sido dos de los más relevantes en nuestra reciente cronología.
Todos tienen algo en común y es que no estábamos preparados para ellos, suponen una ruptura con nuestra vida anterior y constatan nuestra fragilidad como seres humanos, ensalzando nuestro sentido de la comunidad e interdependencia.
La crisis del Covid-19 está siendo, sin duda, uno de esos momentos. Cuando asomaron las primeras noticias, jamás hubiéramos imaginado este desenlace que hoy nos pone a prueba. Desde el confinamiento, reflexionamos acerca de la predictibilidad del mundo, cuestionamos los valores que regían nuestra vida y afloran sentimientos que permanecían ocultos bajo el manto de la vorágine diaria: shock, incredulidad, miedo...
Quizás ahora, mejor que nunca, entendemos a las personas con discapacidad. Y aunque el Covid-19 no es la única catástrofe en la historia contemporánea, sí es la primera que constata, de un modo flagrante, la exclusión social a la que estamos expuestos. El coronavirus no entiende de perfiles ni de clases sociales. Todos estamos en el mismo barco y tenemos que izar la bandera #QuédateEnCasa si queremos que nuestro mundo se recupere. Quizás ahora, mejor que nunca, entendemos a las personas con discapacidad y a otras en riesgo de exclusión, que habitualmente encuentran grandes dificultades cuando salen de sus casas: barreras sociales, psicológicas, sensoriales o arquitectónicas se alzan como muros que les impiden participar en igualdad de condiciones en un mundo que no está preparado para ellas. Hoy, nos ponemos en su piel y experimentamos los mismos sentimientos de inseguridad, miedo, e impotencia…con la esperanza de que cuando esto termine, habremos desarrollado la empatía suficiente para erradicar la discriminación en todas sus formas.
Por otra parte, tras dos décadas trabajando por acercar el empleo a las personas con más dificultades (con discapacidad, mayores de 55 años, etc), se pone de manifiesto la vulnerabilidad de muchos otros ciudadanos que hasta el momento tenían empleo asegurado. Profesionales de ramas como el comercio, transportes, hoteles o restaurantes, se ven de pronto golpeados por la suspensión de los desplazamientos y festividades propios de esta época, encontrándose excluidos del mercado por razones externas, completamente fuera de su control.
La fragilidad, por tanto, se abre camino como el único elemento que todos tenemos en común; una fragilidad más o menos intensa en función de la coyuntura y de circunstancias personales y sociales, pero que está presente en todos y cada uno de nosotros. Por lógica, esto habrá de robustecer el sentido de unidad. Porque ahora mismo no existen adversarios políticos: el único enemigo es un microscópico virus que tambalea los cimientos de la humanidad y al que sólo venceremos unidos. No es tiempo de confrontación ni de reproches, sino de apelar a los valores que nos unen, dejando a un lado nuestras legítimas divergencias.
Ésta es, quizás, la lectura positiva de esta crisis: unidos somos más fuertes. Y así lo demostramos, todos los días a la misma hora, con un sentimiento compartido de gratitud que se asoma a los balcones y celebra con aplausos que tenemos mucho más en común de lo que creemos -empezando por excelentes sanitarios-, pero que pone, al mismo tiempo en valor, nuestras diferencias como el motor que da sentido a nuestra civilización.
La diversidad cobra hoy más sentido que nunca. En definitiva, esta crisis ha sacado a relucir nuestro más preciado tesoro: la diversidad, como fundamento enriquecedor que cobra más sentido que nunca. Hoy, cada ciudadano se esfuerza por aportar lo mejor en estos difíciles momentos. Agudizamos el ingenio, compartimos recursos para sobrellevar estos días, reaprendemos a convivir y volvemos a apreciar los momentos más sencillos de la vida. Y por primera vez en mucho tiempo, abrimos los ojos y nos ponemos verdaderamente en la piel de nuestros mayores, de las familias afectadas, comprendiendo el gran impacto que nuestras acciones pueden tener en sus vidas, que mañana serán las nuestras. Hoy lo tenemos muy fácil para contribuir. Porque como reza el bonito lema que se ha popularizado en Italia: "A nuestros abuelos les pidieron que fueran a la guerra; a nosotros sólo nos piden que nos quedemos en casa".
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