TRIBUNA
La sociedad ahora posee más medios racionales para administrar sus riesgos, y sin ellos, dada la peligrosidad del virus, hubiésemos quedado a la intemperie
Catástrofes, las justas |
n recuerdo de Carmelo Lisón, maestro de antropólogos
HACE años surgió entre los matemáticos la llamada Teoría de las Catástrofes. Leí con fruición aquella literatura alejada de mis intereses. Entendí que quienes representaban sus teorías con gráficas, como ahora se hace en los noticiarios para informarnos del estado diario de la Covid-19, hacían patente el valor de la metáfora. Recuerdo que decía uno de aquellos teóricos que era difícil convencer a un científico del valor de una metáfora, que al fin y al cabo es una figura literaria. No obstante, venía a decirnos que, aun teniendo presente el valor metafórico de las gráficas de las catástrofes, estas en su regularidad desafiaban al azar. Había, pues, lógica matemática en la metáfora.
Ahora, que estamos pendientes de cuándo haremos descender el "pico" de nuestra particular catástrofe epocal, gracias a las proyecciones estadísticas, ha habido que recurrir a los poderes militares, para doblegar a un enemigo invisible, quintacolumnista, volátil, imprevisible, etc. Desde el 11-S no se pronunciaba aquello de "estamos en guerra" con tanta solemnidad. La población en general se ha mostrado disciplinada y consciente de lo que hay entre manos. No se han producido ataques de pánico. El pánico llega cuando se abre paso la incertidumbre. Por eso hasta este momento la gran heroína de este flagelo bíblico ha sido la ciudadanía responsable.
En el mes de mayo de 1986, el sociólogo Ulrich Beck publicó un libro titulado La sociedad del riesgo, subtitulado Hacia una nueva modernidad, en el cual pronosticaba que en la toma de decisiones futuras, habida cuenta del aumento de la comunicación y la trasparencia de las instituciones, los colectivos humanos tendríamos la posibilidad de decidir sobre los riesgos futuros.
Casualmente un mes antes de la publicación del libro de Beck, el 26 de abril de ese año, se produjo el desastre de Chernóbil, en una sociedad, como la soviética, donde no estaba dado opinar. Como recuerda en su fabuloso relato Voces de Chernóbil Svetlana Alexiévich, premio Nobel de 2015, la noticia de que aquella mañana de primavera algo había pasado en la central nuclear fue silenciada por el régimen soviético, que sigilosamente fue enviando a los afectados a hospitales de Moscú, donde fallecían al poco sin que se les diesen más explicaciones a los familiares. Algunos de los relatos que recogió Alexiévich son sobrecogedores. Recuerdo uno en particular de una joven que ve desaparecer a su amado transformado en una masa informe por mor de las radiaciones, sin poder entender lo que ocurre. Cinco años después caería el muro de Berlín y comenzaría la desintegración de la URSS.
No cabe duda que la actual crisis biomédica está en relación con una globalización brutal al no haber puesto límites al desarrollismo. No hace falta ser un lince. Ya se estaba hablando de poner freno al desarrollo desbocado desde finales de los años sesenta. Ahí están los informes de aquel tiempo de los muy capitalistas Club de Roma y M.I.T. de Boston. No se puede aducir ignorancia.
A la vista de lo que ha ocurrido, los profetas del fin de los tiempos auguran el esperado colapso de la era capitalista. No soy quien para negarles su apocalipsis particular, pero sí debe quedar en evidencia que dos de los tres grandes desastres naturales de las últimas décadas -Cherbónil y Wuhan- han ocurrido en territorio socialista. Lo único claro es que la sociedad ahora posee más medios racionales para administrar sus riesgos, y que sin ellos, dada la peligrosidad del virus que nos ocupa, hubiésemos quedado a la intemperie. Hay, pues, razones para el optimismo. No tengo esperanza, en la medida en que esta es una invitación a la trascendencia, pero sí la tengo en que siga prosperando la reflexión científica, estadística y social, para amortiguar presentes y futuras catástrofes.
Unos días antes de este enclaustramiento mi última experiencia en libertad fue en una taberna en Oporto, donde todos los parroquianos apelotonados hasta lo inverosímil, sin distancia social ni física, oíamos a los cantantes amateurs de fados, dejando arrastrar palabras y música por las cadencias de la melancólica saudade. Un anciano embutido en un viejo y enorme traje, cantó a la traição de uma revolução. Se me humedecieron los ojos. Todos deseamos que vuelva la normalidad rota por la catástrofe, para disfrutar de lo humano en comunidad, dejando que bailen solos su propia danza de la muerte a los agoreros del apocalipsis.
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