- La tristeza de ver un parque infantil precintado y sin niños
- Los patos del Darro sin duda echan de menos a José Gómez, que les daba de comer todos los días maíz mojado.
La camada de patitos, en el río Darro. |
Como dice Musil en El hombre sin atributos, libro con el que estoy liado, una ciudad está sometida a riesgos y contingencias, a progresos, avances y retrocesos, a inmensos letargos, a colisión de cosas y asuntos, a grandes movimientos rítmicos y al eterno desequilibrio y dislocación de todo ritmo. Una ciudad es como una burbuja que bulle en un recipiente con edificios, leyes, decretos y tradiciones históricas. Pero una ciudad, pienso yo, no está acostumbrada a mostrar la ausencia de su alegría cuando hay confinamientos, alarmas y toques de queda. Es entonces cuando muestra su estado más triste, no hay personas en la calle que le hagan sentir ciudad, ni voces que la despierten cuando llega el momento, ni ideas que bullan al compás de ruido de los motores que la cruzan…
Una de las cosas más tristes que veo cuando voy al Covirán de mi barrio es ver precintado la entrada al pequeño parque donde juegan los niños. Una ciudad sin niños es una ciudad muerta, una ciudad en la que falta la alegría y en la que, seguramente amordazados por la mascarilla que nos hacen llevar, nos hemos hecho deficitarios en educación y buenas costumbres. Una de las cosas a las que no renuncio es a decir buenos días o buenas tardes a alguien que pasa por mi lado en una calle desierta, es la mínima expresión que tenemos para saber que no somos
Los parques infantiles, precintados. |
El otro día salí temprano a la farmacia y se me ocurrió hacer un experimento. Pasé cerca de al menos cinco personas, la mayoría con barbijo (que es como llaman a las mascarillas en algunos países de habla hispana). Ninguna, absolutamente ninguna, tuvo la intención de decirme ‘buenos días’. Fui yo el que lo dije primero y en voz alta para que lo oyeran. Eso sí, contestaron todas. ¿Tiene que llegar un bichito para dejar de decirnos buenos días cuando nos encontramos en la calle? Es importante demostrar que con mascarilla y sin mascarilla seguimos siendo los mismos. Que la mascarilla no sea nuestra mordaza.
La normalidad es la crisis
Ahora, a quien no digo buenos días es a mi pedigüeño favorito. Es subsahariano y se sienta todos los días en la calle Poeta Manuel de Góngora. Cuando paso me sonríe y me dice ‘buenos días’. Nos chocamos las manos y le doy un poco de cháchara. Le pregunto por su salud y por su familia. Vive de la caridad de la gente, como muchos otros que ahora no tienen a gente a la que pedir: el que vende pañuelos en los Alminares, el que se sienta al lado del hotel Carmen con un letrero que dice que el banco le ha desahuciado y que está en la calle, la rumana que suele estar en la entrada del aparcamiento del Puerta Real, el que toca el saxofón en Plaza Nueva, el que se viste de Pepa Pig en Bibrambla…
Gente que, supongo, lo está pasando canutas en esta época rara en la que hay una malversación de fondos del sentido común y que ha convertido a un vago que estaba todo el día en el sofá sin salir de casa en un hombre responsable. Leo que Naomi Klein, autora de La doctrina del ‘shock’, decía en una entrevista que la gente habla mucho sobre cuándo volvamos a la normalidad, pero ella cree que la normalidad es la crisis.
En la historia de la humanidad ha habido muchas más épocas malas que buenas. La normalidad han sido las guerras, las grandes epidemias, las hambrunas, las sequías, las inundaciones, las dictaduras… No creo que haya habido generación en toda la historia de la humanidad que haya pasado cincuenta años seguidos en paz y sin algún tipo de inquietud que alterara el desarrollo y la prosperidad de la sociedad en la que vivía. Y si ha habido alguna, creo que es la excepción que confirma la regla. Dicen los jóvenes de ahora que su generación quedará marcada para siempre por esta pandemia del coronavirus. ¿Qué generación no ha sido marcada por algún tipo de desastre? Y de todos los desastres, pienso, este es de los menos malos.
Una historia de animales
Y ahora, y sin otro objetivo que el de entretenerles un poco, me apetece contarles una bella historia de amor a los animales. ¿Se acuerdan de que en una de mis columnas dije que estaba intrigado por saber quién les daba de comer en esta época de confinamiento a los patos del Genil y del Darro? Se puso en contacto conmigo una persona que se llama José Gómez. Me contó que él también estaba muy preocupado por saber en qué situación estaba una pareja de ánades reales que habían tenido siete patitos en la ladera del río Darro, cerca del Puente Cabrera y de la Iglesia de San Pedro. José es un septuagenario jesuita que todos los días, hasta que llegó esta cuarentena, iba a las cuatro de la tarde a darle de comer a los patos. José ha seguido día a día la evolución de los mismos.
Mamá pata con sus patitos por el río Darro. |
Me cuenta que hace un par de años, una pata anidó ahí en el Darro y tuvo ocho patos, todos cuales murieron por circunstancias que no se ha podido aclarar, aunque tiene la sospecha de que fueron las víctimas de otros animales que por allí campean. Al poco tiempo otra pata anidó casi en el mismo sitio, cerca del charco de las truchas. José está intrigado: no se explica por qué estos patos, que son aves silvestres migratorias, elijen para anidar la ribera del Darro a su paso por el Paseo de los Tristes, cuando normalmente evitan hacer sus nidos cerca de las ciudades. El caso es que esta segunda pareja de patos ha tenido siete patitos que sí han sobrevivido. Lo mismo que otra pata consiguió sacar adelante once patitos en el río Genil. José les ha dado de comer, les ha fotografiado, les ha filmados (sus videos, preciosos, los pueden ver ustedes en Youtube con solo poner en el buscador ánades y río Darro) y ha seguido su evolución día tras día. Y ahora, me dice con cierta pena, que no puede salir a verlos y a darles de comer.
Me cuenta que todos los días iba a echarles maíz mojado, sobre todo a la madre pata cuando estaba criando. Él ha sido su cuidador más tenaz, su vigilante más constante. Se ha pasado horas observando la camada y advirtiendo a los turistas y viandantes que, por favor, no les echaran pan a los patos porque era perjudicial para su salud. El confinamiento le está impidiendo a José seguir la evolución de los patos. Él cree que se estarán buscando la vida porque normalmente estas aves comen lombrices, caracolillos y raíces pequeñas de plantas y hierbas, pero que seguro que estarán echando de menos su maíz mojado. José está deseando que termine el enclaustramiento al que nos han sometido para ir a ver a sus patos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario