Y quede claro que a lo que expiden en gasolineras, tiendas de conveniencia, e inodoros comercios regentados por incansables asiáticos, lo llamo “pan” por abreviar.
Onomatopéyico y sonoro nombre que facilitó las cosas cuando hubo que exigirlo con violencia (no me canso de repetir, y mi báscula lo sabe, que, desde que supe que “follar”, “fuego” y “hogaza” comparten raíz etimológica, como más pan que nunca).
En el emotivo Voces de Marraquech, Elías Canetti se recuerda extasiado ante los ojos de centeno de la morita que le vendía olorosas tortas de pan. Solo los ojos le mostraba, y en sus ascuas Elías vislumbró el deseo que a él también lo abrasaba.
Pagó lentamente para eternizar el encuentro, e imaginó que aquel susurro en una lengua ininteligible musitaba: “No otra cosa puedo darte. Tómalo; estuvo en mi mano.”
Curiosamente, Agustín, mi panadero favorito, pone un especial cuidado en la distribución de los panes sobre la base del horno.
-No quiero que se besen.
Acepto que el irrisorio precio de una barra levada en los efluvios del gasóleo A, o vigilada por el gato maoísta que juega a los chinos, es un argumento difícil de vencer. Y que a muchas familias no les queda otra que llenar sus huecos con bocadillos de poliespán rellenos de “mejor no lo pensemos” envasado al vacío.
Y, ya metidos en harina, me cuesta más convivir con algunas tiendas impostadas que se hacen pasar por panaderías; filántropos que, un año más, e infectados por el tamo de la avaricia, han vendido roscones con menos sabor que un flotador, multiplicando por diez su costo.
Lo cierto es que el pan de verdad no resulta caro. Una rebanada densa, esponjosa, preñada de buena harina (y pocos trigos cimbrean su melena al viento como los castellanos) a la que se haya regalado tiempo en la artesa y en el horno, cunde más que una de esas barras de gomaespuma que ni siquiera se desmigan, sino que se disgregan como el yeso.
Tan distinta al pan de mi infancia, pan de pobres, oscuro como los años que lo trajeron, pero amasado y cocido con lentitud, con esfuerzo, con esperanza.
Aún persiste en la memoria de los de mi quinta el rechazo a cualquier pan que no sea blanco como el pañuelo de las bodas.
Mi abuela, en los peores días, se justificaba cuando nos dejaba a los nietos el poco tocino que teníamos para la merienda, mostrando la miga del trozo que mordisqueaba.
-Es pan blanco, no lo voy a manchar.
Cuando aún cada casa hacía su pan (ni todos los pueblos tenían tahona, ni las tahonas disponían de medios para llevar sus hogazas a las aldeas próximas), se respetaba la ancestral costumbre de la leuda. El último vecino que amasaba, guardaba un pedazo de masa madre para que fermentara su pan el siguiente.
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Abraham García |
¡Cuántas veces llevé ésta entre mis brazos, arropada como si acunase a un niño y atenazado por el miedo a que, si se me caía o estropeaba, el mundo se quedase sin pan!Por ese recuerdo no me impresionó el presuntuoso rótulo de una afamada boulangérie parisina recordándonos que su masa madre ha sobrevivido a dos guerras mundiales.
En mi pueblo, y en tantos otros, la masa madre, como una noria sin fin, fue la misma desde la primera hornada hasta que las migraciones y la modernidad apagaron los hornos en los años setenta
También simétricas eran las tarjas, que simulaban la regla con que la maestra nos sonrojaba los nudillos; tablas de chopo en las que unas muescas de navaja ayudaban a llevar las cuentas de las hogazas (las chapatas pistolas, baguettes… son la modernidad; los panes antiguos, también en Francia, solían ser redondos; de ahí boulangerie, en alusión a la bola) que los vecinos se prestaban entre sí y que, recogida la cosecha, tras el silencio de las eras, se cotejaban para saldar las deudas.
Y, por oscuro o áspero que fuera, nunca faltó su gozo primigenio.
Ante lo que hoy en día soportamos a diario, me veo obligado a proponer una huelga de hambre en legítima defensa. Huelga que nunca llevaremos a cabo, ni ustedes ni yo, porque siempre nos pillará la convocatoria mojando en la salsa.
Stéphane Ravacley, honrado panadero francés, decidió emprenderla con todas las consecuencias.
Su motivo no era la calidad del pan patrio, que, en el país de Montaigne, se mantiene muy alta (a tono con su precio), sino reclamar que se detuviese el expediente de expulsión de Laye Fodé Traoré, el chaval guineano al que contrató como aprendiz cuando era un adolescente y al que la mayoría de edad ha traído como regalo de cumpleaños la pesadilla de las leyes migratorias.
En la besana de crónicas periodísticas que han rescatado el combate del panadero del olvido, me he encontrado con una vida marcada por dos surcos sangrantes: la temprana muerte de su madre y el servicio militar en Yibuti (¡y los de mi quinta acojonados por si nos mandaban a Melilla!), donde se contempló en el espejo de la miseria y supo reconocerse en los otros.
Quizás sintió, cuando cavaba fosas para acoger a las víctimas de una epidemia, que parte de la tierra caía sobre él.
Y quizás supo, cuando Laye se presentó en su tahona solicitando el aprendizaje, que la mano que se sacude la tierra de encima bien puede limpiar a dos, o a muchos.
Una curiosa ley francesa protege al menor no acompañado si este aprende un oficio. Cuando llegue el momento, su capacidad profesional, su arraigo en Francia y la posibilidad de demostrar su identidad determinarán el permiso de residencia o la expulsión.
Al parecer, es esta última condición la que llena los vuelos de deportados. Tras los últimos atentados yihadistas, y tras haberse constatado que algunos de los terroristas habían entrado en el país como menores sin familia, las dudas y el miedo cierran con candado las ventanillas de la administración impertinente.
Leo que, ahora, el gobierno francés se dispone a remodelar su policía por violenta y racista (¡rápido, un espejo!)
Y la República Francesa se traga su orgullo y la convicción de que Marianne, sin wonderbra, tocada con su gorro frigio, laica, liberal y avanzada, es capaz de borrar el oscurantismo, el fanatismo y la sinrazón religiosa (perdón por el pleonasmo).
Y me duele.
Y a Ravacley también.
En el rostro de su empleado se le aparecieron los niños del orfanato africano que visitaba, o aquellos que veían caer el cuerpo de su familiar en una tumba anónima.
Reza un aforismo hebreo que quien salva a un hombre salva a toda la humanidad (la fuente es Borges, siempre recién naciendo).
Mi amigo Juan Eduardo Zúñiga supo escribir como pocos acerca del miedo de los judíos, un miedo tan antiguo como su pueblo; un miedo que, por decencia, no deberían hacer sentir a otros.
Ningún país se defiende condenado a la miseria a los jóvenes que, por no tener, ni siquiera tienen un nombre demostrable.
Y Ravacley se puso en huelga de hambre durante diez días exigiendo la residencia para Laye. Diez días en los que perdió ocho kilos y puso su salud, no muy boyante según las crónicas, en riesgo.
Diez días en los que no dejó de trabajar diecisiete horas por jornada, repartidas entre la tolva y la puerta del horno, porque uno puede arriesgar su vida, pero no puede consentir que se le muera la masa madre.
Quizás por eso el pan francés es tan sabroso, porque sabe a orgullo profesional y a orgullo republicano.
Les Halles, el gran mercado parisino, aleph de los sabores que feneció hace medio siglo, tuvo en sus inicios una picota en la que se castigaba, y ejecutaba incluso, a los especuladores que encarecían abusivamente los abastos o engañaban en el peso. Cobraba el verdugo en especies y, ante el desprecio que este generaba en los clientes, el panadero apartaba su pan en el mostrador colocándolo boca arriba. A este “pan del verdugo” debemos la superstición que nos prohíbe colocarlo del revés.
Y en mi pueblo, cada vez que el pan se caía, aunque fuese un cuscurro, se besaba antes de posarlo sobre el agrietado hule.
No ha faltado el influencer cretino que ha afeado a Ravacley la publicidad que ha dado a su acción. Como es bien sabido, una huelga tiene más posibilidades de triunfo cuanto más en secreto transcurra. El éxito es seguro si nadie se entera de la lucha o de los motivos que la han provocado.
El viejo y sabio Otto Horcher, patriarca de la familia de restauradores cuya vecindad me honra, recibió, durante una discusión, el puñetazo de un empleado que lo arrojó contra la tabla de carnes. Ipso facto, antes de que Otto se tomara la tila, apareció el contable agitando un folio con la liquidación.
-¿Despedirle? ¿Qué dices, insensato? ¿No sabes que es un buen currante?
Y me he acordado de esta historia al leer que Stéphane, cuando ha recibido el reconocimiento que su lucha merece, ha espetado encogiéndose de hombros:
-Pues no es difícil encontrar un buen aprendiz hoy en día…
Ahora, Laye tiene su certificado de residencia y Ravacley puede de nuevo desmochar los cuernos de una baguette caliente para matar el gusanillo de media tarde.
Ambos poseen la grandeza de un oficio que, calentando el alba, nunca dejó de ser noble, taciturno y dichoso.
La simetría manda en la naturaleza; la miseria comparte espejo con la miseria; el egoísmo, con el egoísmo; el miedo, con el miedo.
Aunque, en ocasiones, viene el ser humano y manda la simetría al garete.
Por fortuna.