Estas inyectables pueden revolucionar nuestra forma de tratar algunas enfermedades.
Profesor de la Universidad Francisco de Vitoria y jefe de Medicina Interna del hospital de El Escorial de Madrid
Antes de desentrañar las claves de la vacuna frente a la COVID-19 debemos detenernos en un par de conceptos biológicos. Para empezar, recordar que la información de nuestras células se encuentra codificada en el ADN del núcleo, una verdadera fortaleza biológica rodeada por una membrana lipídica.
Desde allí la información se transfiere al ARN –transcripción- y se copia en forma de esta molécula que sale del núcleo hasta el citoplasma, en donde a nivel de los ribosomas la información toma forma de proteína.
El ARN es una molécula extremadamente frágil, muy inestable, su vida media es muy corta, requiere condiciones de mantenimiento extremas y que, además, es rápidamente degradada.
“Antes del inicio de la pandemia fue posible extraer la información genética del virus en un paciente infectado”
La información genética del coronavirus está codificada en forma de ARN. Antes del inicio de la pandemia fue posible extraer la información genética del virus en un paciente infectado, un mensaje de más de veintinueve mil letras que está escrito en una combinación de cuatro letras (A, U, C y G).
A continuación se desmenuzó esa información y se identificaron las 3.831 letras que contienen la información que permite fabricar la proteína S -la de la espícula del virus- una glicoproteína que a modo de llave consigue unirse a los receptores de nuestras células.
En esa secuencia de letras están contenidas las instrucciones para crear las proteínas del virus y son la base de las vacunas. Pues bien, la vacuna contiene exactamente eso, la secuencia del ARN capaz de producir la proteína S. Eso sí, ha sido modificada para que sea más estable y pueda ser leída, traducida y sintetizada por nuestro organismo.
La vacuna frente a la COVID-19 supone la primera vez que una vacuna ARN mensajero ha llegado a la fase clínica III. Sin embargo, en los últimos años se han realizado ensayos clínicos en humanos en fase I y II frente a la gripe, la rabia, el zika, el VIH, el cáncer de próstata, el melanoma o el cáncer de mama, por citar algunos.
La vacuna se administra por vía intramuscular –en el deltoides-, en donde nanopartículas lipídicas se fusionan con la membrana celular y liberan el ARN mensajero al citoplasma. Estas cadenas de información son reconocidas por nuestras fábricas celulares –los ribosomas y la maquinaria enzimática- gracias a lo cual consiguen sintetizar la proteína S del virus.
“Una vez fabricada la proteína, se expone en la superficie de la célula y desde allí estimula la respuesta inmune”
Una vez fabricada la proteína, se expone en la superficie de la célula y desde allí estimula la respuesta inmune, ya que la espícula es localizada por un tipo específico de células –dentríticas- que a su vez se la presentan a los glóbulos blancos, desencadenando la respuesta inmune adaptativa, la más efectiva contra el virus.
Básicamente, esta respuesta tiene dos ejes cartesianos, uno formado por linfocitos T CD4+ que activan a su vez a los linfocitos B, que son los productores de los anticuerpos, y otra, formada por linfocitos T CD8+, que son capaces de identificar y destruir células infectadas por el coronavirus.
Hasta aquí las bases biológicas. Sin embargo, entre la población general hay una serie de interrogantes que cuestionan la seguridad de la vacunación. Una de ellas, la que más inquieta, es si el ARN de la vacuna podría, de alguna forma, interactuar con el ADN de nuestras células y provocarnos mutaciones.
La respuesta es meridianamente clara, el genoma del coronavirus o el ARN mensajero de la vacuna no pueden penetrar de forma espontánea en el núcleo de nuestras células por varios motivos.
En primer lugar, el ARN tendría que convertirse en ADN, y esto se consigue gracias a una enzima específica -se denomina retrotranscriptasa- que tan sólo la tienen los retrovirus y los hepadnavirus, al que pertenece el virus de la hepatitis B.
En segundo lugar, para que la retrotranscriptasa pudiese actuar sería preciso que hubiese una serie de secuencias, las cuales no se encuentran en la vacuna ARN. En otras palabras, no todo EL ARN que se encuentre con una retrotranscriptasa se convierte en ADN. En definitiva, la seguridad en cuanto a interacciones con nuestro ADN parece más que demostrada.
A pesar de todo, todavía hay algunas lagunas a las que la ciencia no puede dar respuestas y de las que obtendremos las claves durante los meses siguientes. Por una parte, se desconoce la duración de la protección que proporciona la vacuna y, al igual que sucede con otras vacunas, no protege a todas las personas que las reciben; tampoco se sabe en qué grado las personas vacunadas pueden ser portadoras y propagar la infección. Todas estas interrogantes hacen necesario que sigamos con las “tres M” a pesar de estar vacunados: mascarillas, lavado de manos y distancia métrica de seguridad.
En fin, nos encontramos en una encrucijada histórica, estamos escribiendo una página que aparecerá en los manuales de Historia de la Medicina, y es que las vacunas ARN mensajero pueden revolucionar nuestra forma de tratar algunas enfermedades.
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