Supervivencia educativa |
La denominada ley Celaá no es una ley ambiciosa, de hecho no tiene identidad propia puesto que, en sus aspectos esenciales, retoma la del 2006 modificando 77 de los 157 artículos de la misma. Recupera con pequeñas modificaciones elementos estructurales del Sistema, formula la equidad como principio vertebrador, incide en la enseñanza basada en las competencias, como se viene proponiendo desde hace dos décadas, mantiene las áreas y materias disciplinares, recupera el equilibrio relativo entre la lengua castellana oficial en todo el Estado y las lenguas cooficiales, suprimiendo el concepto vehicular. En definitiva, la nueva ley no modifica en profundidad los elementos nucleares del sistema educativo.
Ahora bien, el legislador aprovecha para introducir algunos cambios que dependiendo de su desarrollo pueden tener cierta relevancia: actualiza los fundamentos con la Convención de derechos del niño, la Agenda 2030, y la transición ecológica; propone un Plan a desarrollar en ocho años para mejorar los centros y la oferta de plazas en el ciclo 0-3 años; en un año, pretende regular las bases de una carrera docente; diez años para mejorar la escolarización del alumnado con necesidades educativas especiales; y, lo fundamental para todo lo demás, dos años para el incremento del gasto público en educación, hasta llegar a un 5%. En cuanto a la elección de centro, aspecto clave para las críticas vertidas, se mantiene el principio de libertad, pero armonizado con el de igualdad, fija la proximidad al centro como criterio fundamental, las mismas áreas para centros públicos y concertados, y una serie de medidas para evitar la segregación del alumnado por razón de su condición sociocultural, así como para garantizar la gratuidad de la enseñanza. Para estas últimas, deben considerarse la creciente desigualdad vigente en el sistema educativo, así como las perspectivas de la escolarización dada la creciente bajada de natalidad de la población, lo que supone una amenaza para el mantenimiento de unidades en centros públicos y concertados, con la consiguiente tensión entre los mismos.
En definitiva, la nueva ley de educación no es tal, sino una revisión y actualización de la del 2006, derogando la aprobada en 2013 que, desde mi punto de vista, ha sido uno de los motivos fundamentales para esta promulgación. Lo que explicaría que se haya llevado a cabo en un momento de especial complejidad para afrontar el cambio que nuestro país necesita, teniendo en cuenta que las urgencias de la población son sanitarias y que el sistema educativo está en estado de supervivencia.
La contracción que estamos viviendo como consecuencia de la pandemia llega justo en un periodo histórico de cambio cultural unido a la efervescencia de una tecnología revolucionaria. En este orden de cosas, el Gobierno español ha conseguido la aprobación de una ley educativa que ha recibido furibundas críticas de la oposición política y de las instituciones propietarias de los centros privados. La oportunidad del momento para la promulgación de una nueva regulación educativa podría haber sido, desde mi punto de vista, un potente argumento para la crítica. Sin embargo, los motivos son los que históricamente, desde el siglo XIX, viene esgrimiendo la denominada, por algunos autores, facción clerical conservadora cuando percibe la mínima amenaza a sus derechos adquiridos, a lo que se une el rechazo por parte de élites económicas a la igualdad real en el ejercicio del derecho a la educación amparándose, de forma perversa, en una supuesta libertad; y, uno más reciente, la defensa de la lengua castellana, por cierto, innecesaria ya que esta se defiende sola por la vía de los hechos y los datos, pero que se utiliza para poner de manifiesto, una vez más, las tensiones nacionalistas estatales y regionales. Estas críticas tapan el necesario debate social sobre los elementos esenciales y realmente importantes de la educación en España.
Por tanto, ésta no es la ley que necesita el sistema educativo ante los profundos cambios sociales, culturales y económicos que se están produciendo y que se agudizarán tras la pandemia, porque se produce en un momento inoportuno, ya que ahora prima la supervivencia de las personas y las instituciones, entre las que se encuentra la escuela y, por último, porque es imprescindible que, previamente, como sociedad lleguemos a unos mínimos acuerdos sobre qué modelo educativo es necesario para garantizar el constitucional derecho a la educación de todos los ciudadanos.
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