Psicólogo Clínico, Centro de Psicología e Introspección
Psicoterapeuta, Centro de Psicología e Introspección
Flores de almendro. Foto: JJ/MI.
Era una persona joven, deportista, perfeccionista y competitiva. Dedicaba diariamente mucho tiempo al ejercicio físico. Decía que controlaba su alimentación y que comía "muy sano", no fumaba y sólo esporádicamente consumía alcohol. Estaba seguro de que, con todo ello, cuidaba al máximo su cuerpo, lo que lo mantendría sano y fuerte.
Mentalmente criticaba a la gente que consideraba que no se cuidaba: a los que comían dulces, los enfermos, los que no hacían deporte y, sobre todo, a los que estaban "gordos". No les decía nada pero internamente los minusvaloraba, los catalogaba como débiles, sin voluntad... y los despreciaba.
Consideraba su cuerpo lo más importante, el arma para conseguir lo que quería. Estaba convencido, por ejemplo, de que sentirse fuerte físicamente era lo que le hacía expresarse con seguridad, moverse con soltura y sentirse poderoso, superior. De modo que llegó a la conclusión de que el bienestar provenía de estar bien físicamente, pues eso hacía que le valoraran e incluso le admiraran. Y así descuidó su mente.
No se daba cuenta de que internamente era temeroso e inseguro, que a pesar de todo el esfuerzo y los éxitos deportivos seguía teniendo miedo a sentirse inferior. Que su perfeccionismo surgía del temor al menosprecio. Tenía un gran desconocimiento de cómo la salud se ve afectada por las ideas y la forma de ver la vida, por lo que se piensa y por lo que se siente.
La competición con los demás es fuente de sufrimiento
Un día sufrió un fuerte dolor de cabeza y se asustó. Empezó a sufrir jaquecas que interrumpían sus sesiones en el gimnasio, sus veladas con los amigos y le postraban en el sofá durante uno o dos días. No podía controlar esos dolores intensos de origen desconocido que surgían en cualquier momento y que destaparon muchos de sus temores ocultos.
No soportaba esta "imperfección". No aceptaba lo que le pasaba y, con el tiempo, generó odio hacia la vida, rabia por lo que consideraba mala suerte, injusticia. Se comparaba con otras personas, como siempre había hecho, pero ahora el resultado de esa comparación era que se sentía menos que los demás por su problema. Y la envidia creció en él. Comenzó a encerrarse, a no querer salir para no sentirse inferior, inseguro y débil.
Ahora, además de las jaquecas, tenía ira, odio hacia sí mismo, envidia, ansiedad y una profunda depresión. Había multiplicado su problema. Él no quería sufrir todo esto pero tampoco sabía resolverlo.
Estaba seguro que las jaquecas eran la causa de su sufrimiento psicológico. Pero su problema era previo a las jaquecas. Su problema era la idea errónea de la vida, su sistema jerárquico entre fuertes y débiles, gordos y flacos, guapos y feos, jóvenes y viejos, los que se muestran seguros y los que no, y un profundo miedo a sentirse inferior. No había aprendido que todos somos igual de valiosos, sean cuales sean nuestras habilidades, estudios, posición económica o social, la labor que desempeñemos o el cuerpo que tengamos.
Resolviendo la ignorancia
Dentro de este sistema tan extendido, basado en la comparación de los aspectos más superficiales y externos, él se había sentido ficticiamente fuerte, superior y seguro. Y, al mismo tiempo, había desarrollado un miedo latente a estropear el cuerpo, a envejecer, a enfermar, a engordar, a no hacerlo todo perfecto, a equivocarse, a no saber y que se dieran cuenta. Temores que le habían empujado, desgraciadamente, a competir para ser más, no a resolver su miedo a ser menos.
Afortunadamente, poco a poco comenzó a comprender su error y a cuidar, además de su cuerpo, su mente. No hay duda de que nadie desea enfermar ni sufrir pero para ello es necesario, no sólo cuidar el cuerpo, que por supuesto hay que cuidarlo, sino entender cómo funciona la mente. Hay que comprender que las ideas erróneas van a producir interpretaciones equivocadas de la realidad y que esto provocará sufrimiento, emociones que afectarán al cuerpo. Un ejemplo sencillo es la ulcera por estrés.
Cuando se comprende que el cuerpo es un instrumento de la conciencia, que la propia salud depende de ello, se desarrolla una gran curiosidad por entender la mente, por descubrir lo que le perjudica y lo que le beneficia. Este aprendizaje, además de favorecer la salud, nos hace más inteligentes, comprensivos y afectuosos con nosotros mismos y con los demás.
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