miércoles, 13 de julio de 2016

Las pequeñas virtudes el Huffington Post


Economista. Investigador sénior y coordinador del Grupo de Economía del Agua de la Fundación IMDEA Agua y director Académico del Foro de la Economía del Agua
Foto: ISTOCK

En 1962, la italiana Natalia Ginzburg publicó once ensayos autobiográficos bajo el título Le piccole virtù (Las pequeñas virtudes). Uno de ellos, del mismo nombre, incluye un párrafo recurrentemente citado:
"Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber".
La gestión del agua, uno de los temas centrales del blog en el que inicialmente se publicó este artículo, es igualmente un terreno en que las discusiones y los compromisos de orden secundario tienden a eclipsar los desafíos genuinos. El objetivo era contribuir a ver lo invisible, de ahí su nombre. La gestión del agua y sus servicios, en realidad, dista de ser un tema marginal. Está conectado, en la práctica, a una preocupación creciente: la sostenibilidad de nuestras pautas de producción y consumo, el modo en que tomamos decisiones individuales y colectivas.
La sostenibilidad, en un sentido amplio, hace referencia a la permanencia de los procesos: algo es sostenible porque puede mantenerse en el tiempo. Desde el punto de vista de la teoría económica, la idea de sostenibilidad es equivalente a una transferencia de capital entre las generaciones presentes y futuras: un legado. Ahora bien, el capital no debe entenderse sólo como bienes hechos por el ser humano (capital físico), empleado en la producción de otros bienes; es también el capital social, el capital humano y, por supuesto, el capital natural.
A veces uno se levanta con ganas de mentirse a sí mismo. No es grave, quizás excepto para uno mismo y quienes le rodean. Sin embargo, con demasiada frecuencia observamos situaciones en que ese apego por la ficción es colectivo. En esas situaciones, los problemas crecen.
Las dudas sobre si esa Agenda 2030 supondrá una oportunidad real para salir de esa ficción colectiva, como si no pasara nada, son razonables, pero lo cierto es que no hay demasiados esfuerzos de gobierno mundial de estos desafíos; merece la pena observarlos con esperanza y compromiso.
Buenos ejemplos de ello son precisamente la desidia y el escepticismo con que observamos la evolución de nuestro modelo económico a nivel mundial y su sostenibilidad; un momento en el que la única duda razonable es si estamos en una crisis coyuntural (ambiental, social, cultural, política...) o asistiendo, sin saberlo, al final de un periodo. Otra ilustración de esa indolencia colectiva es el modo en que muchos entramos en esta crisis económica mundial que tanta gente se deja en el camino.
Respecto a la segunda, el novelista norteamericano Don DeLillo acuñó una expresión elocuente en su novela White Noise que perfectamente puede aplicarse a la ficción colectiva que conduce a una crisis financiera o al recelo frente al deterioro ambiental: "rendición espiritual". Efectivamente, daría la sensación de que la sociedad se mostrase apática (por supuesto, con muy notables excepciones) ante la relevancia de algunos procesos cuando menos inquietantes: la desigualdad, el cambio climático, la sobreexplotación de ciertos recursos, el aumento de la dependencia...
"Estar aquí es una especie de rendición espiritual. Sólo vemos lo que los demás ven, los miles que estuvieron aquí en el pasado, los que vendrán en el futuro. Nos hemos puesto de acuerdo para formar parte de una percepción colectiva. Esto literalmente tiñe nuestra visión. Una experiencia religiosa en cierto sentido, como el turismo" (DeLillo, White Noise, Viking Press, 1985).
Por supuesto, cuando uno abandona esa "alucinación compartida", como la llamóBloom, o aquello que Schiller calificó de modo lúcido como "exuberancia irracional", la realidad se impone con dureza.
El mundo se enfrenta hoy a numerosos desafíos ambientales: la evidencia del cambio climático, la pérdida de diversidad biológica, las dudas respecto a la disponibilidad de algunos recursos (agua de calidad, energía, alimentos), la desertificación en amplias zonas del planeta, etc. Ante esos problemas, de carácter mundial, lo que está en juego en las numerosas cumbres internacionales sobre medio ambiente y desarrollo no es sólo el avance de la degradación sino la capacidad de la sociedad mundial para gobernar el planeta, ofreciendo soluciones igualmente globales.
Los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, aprobada por la comunidad internacional en septiembre de 2015 en Nueva York, en la Cumbre de Desarrollo Sostenible, están en vigor desde el 1 de enero de 2016. La aspiración es que estos objetivos permitan, en 15 años, erradicar la pobreza en todas sus manifestaciones, reducir la desigualdad y luchar contra el cambio climático. Las dudas sobre si esa Agenda 2030 supondrá una oportunidad real para salir de esa ficción colectiva, como si no pasara nada, son razonables, pero lo cierto es que no hay demasiados esfuerzos de gobierno mundial de estos desafíos; merece la pena observarlos con esperanza y compromiso.
Las circunstancias en que habremos de enfrentar estos retos, por otro lado, no son las mejores. Muchos países (entre ellos España) se encuentran fuertemente endeudados, con algunos sistemas básicos amenazados (pensiones, sanidad y educación pública, cuidado de la dependencia); inmersos en un círculo vicioso de consolidación fiscal y aumento del déficit público; una profunda herida social como resultado de la duración de la crisis, la insensibilidad de algunos gobiernos y el aumento masivo del desempleo...
Pero ahí sigue la necesidad de compromiso con estos desafíos de primer orden, y de tratar de acercarnos a lo "invisible" y que la gente lo vea.

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