ANDRÉS CÁRDENAS |
A veces necesitas que tu vida no sea una angustiosa carrera hacia la muerte sino más bien una voluptuosa pérdida de tiempo. De vez en cuando yo necesito que una dosis de feliz estupidez circule por mi sangre como reacción contra la infelicidad que a menudo padezco. También suelo rellenar mis temporadas tristes con instantes que disfruto por su belleza, su fealdad o simplemente por su ausencia de belleza o fealdad. Instantes en los que hago lo posible por amar al mundo tal como es y de flotar entre el tiempo y las cosas. Como decía en un poema Jaime Gil de Biedma: Aunque sea instante, deseamos/descansar. Soñamos con dejarnos/No sé, pero en cualquier lugar/con tal de que la vida deponga sus espinas/
Los lugares que a veces elijo para que la vida deponga sus espinas en mi alma, tienen que ver con sitios cercanos de los que he oído hablar mucho pero que no conozco. Uno de esos sitios es el Cortijo Balderas, que está en una loma desde donde se pueden casi tocar con la mano la Alcazaba y el Veleta. Le propongo a Harry si quiere venir conmigo a sabiendas de que me va a decir que sí, primero porque es un amante de la naturaleza y segundo porque sé que sus instantes felices los rellena con el tiempo en el que puede coger cerezas de un árbol o contemplar un paisaje inédito en el listado de sus emociones.
Para la excursión cogemos un jueves, pero solo porque es un día que está en medio de la semana. Hace un calor propio de julio. No hay que darle más vueltas. Para ir al cortijo Balderas hay que pasar por Güéjar Sierra y desviarse por un camino en la ruta hacia el Charcón de Maitena. Hasta el desvío todo es conocido por Harry ya que un día lo llevé a la Vereda la Estrella y a comer sangre con tomate en Las Olivillas, un bar que hay a la entrada del pueblo. La subida al cortijo se hace por una carretera asfaltada pero muy estrecha. Conforme se sube el paisaje adquiere el volumen de la montaña. Se alternan los olivos con las encinas, los nogales y los almendros. Aquello es muy bello y estoy seguro de que muchos granadinos ni lo conocen. Se lo comentó al irlandés y este contesta:
-No ser raro. A veces tener la belleza tan cerca que no dar cuenta.
Lo corroboro contándole la anécdota de Ortuño, un artista que todos los días salía a pintar paisajes de la Alpujarra. Estando un día en una colina pintando el valle que tenía enfrente, se le acercó por detrás un pastor que, al ver el cuadro casi terminado, dijo:
-Qué curioso. Paso por aquí todos los días desde hace veinte años y hasta que no he visto lo que usted ha pintado no me he dado cuenta de lo bonito que es todo esto.
Mientras trepamos por la colina en dirección a las nubes, le explico a Harry que el cortijo que vamos a visitar fue una especie de experimento de la Junta de Andalucía, que compró hace muchos años aquel paraje con la intención de convertirlo en un sitio en el que los niños (y adultos) aprendieran a vivir con la naturaleza. Está en un espacio natural protegido de Sierra Nevada y ahí se han llevado a miles de niños de colonias para concienciarlos de lo importante que resulta para el futuro conservar los recursos naturales que tenemos.
Desde el camino por el que vamos, la extensión se tiñe de verdes cambiantes según los árboles que predominan. Por aquella subida tengo la sensación de que no somos nosotros los que observamos el paisaje, sino que es el paisaje el que nos observa a nosotros.
No ha pasado media hora cuando llegamos al Cortijo Balderas, en la llamada Dehesa de la Solana del Maitena, enfrente de la Loma del Tío Papeles. A unos 1.700 metros sobre el nivel del mar. Las instalaciones han pasado por distintas etapas de gestión y han sido varios los grupos que se han hecho cargo a lo largo de los años de su funcionamiento.
Quién lo lleva ahora, tras ganar el concurso público correspondiente, se llaman Ros y Susana, un matrimonio que ha puesto todo su empeño en que aquel lugar vuelva a tener el brillo de popularidad y aceptación que tuvo antaño. Parece que Ros y Susana están a salvo en aquel lugar de cualquier angustia y de cualquier aprensión. Han tomado el proyecto como suyo y están dispuestos a resistir: hasta que alguien se dé cuenta de que aquel lugar es uno de los sitios que los granadinos no debemos dejar morir. Ros me cuenta que el cortijo ha estado cerrado tres años (desde 2010 hasta 2013) y que él y su mujer tienen ahora el deber de hacer menos visible el lógico deterioro que la finca ha tenido mientras ha estado clausurada. Durante ese tiempo las instalaciones del cortijo han estado a expensas de desaprensivos y okupas de ocasión que hicieron los correspondientes destrozos.
-Esto tiene mucho trabajo, pero nos compensa comprobar que sigue funcionando -dice Ros-.
Ros es un cortijero ilustrado. Lo sabe todo sobre medio ambiente, plantas y animales que por allí pastan o circulan. Lo mismo te hace una flauta con una verdolaga, que te enseña una raíz de la que se puede sacar un potente veneno o te habla del arrendajo, un pájaro muy inteligente de bonito plumaje que tiene la costumbre de enterrar una parte de los frutos que recolecta, con lo que contribuye a la expansión de las masas forestales.
Ros habla con la suficiencia del docto en la materia. Es un sabio y un filósofo del medio ambiente. Dar un paseo con él por el campo es como imaginar que lo estamos dando con Platón. También es un experto en cocina solar y a la hora de comer nos prepara unas sardinas en salsa en un artefacto que parece una antena parabólica con espejos.
-Aquí tenemos que aprovechar toda la energía natural que nos llegue.
A Harry le encantan las sardinas hechas con energía solar. Lo mismo que los calamares con patatas que nos pone a continuación. El tipo de comida causa cierta perplejidad al irlandés:
-Yo estar extrañado. Esperar comer en Cortijo de todo menos productos de mar -dice Harry-.
-Es que en Güéjar la pescadería es muy buena. Aquí lo que tenemos mucho son langostinos de huerta -dice con cierta ironía Ros, antes de contarle al irlandés que un langostino de huerta es un pimiento verde-.
Después de la comida damos un paseo por el campo. Se apuntan Fernando y Cynthia, un matrimonio que ha alquilado una de las cabañas. Ros nos enseña las instalaciones: el corral donde están los animales (conejos, gallinas, cerdos…), las salas de estancia para grupos, un teatro al aire libre para que los niños puedan representar obras, las instalaciones deportivas… Todo tiene la pátina de la decadencia, sin alcanzar el aspecto de abandono porque Ros está convencido de que todo aquello puede recuperar la vitalidad de antaño.
Paciendo en una loma pequeña hay unas cabras atadas y varios chotillos de menos de un mes de vida. Los chotillos, libres, olvidan a sus madres y se vienen detrás de nosotros. Viéndolos jugar por entre nuestras piernas, resulta muy cruel pensar que mañana alguno puede estar en una parrilla o como parte de un guiso con ajos.
Las cabras contemplan el crepúsculo con la intención de comprenderlo. Y nosotros observamos los campos donde los cerezos, pinos y nogales otorgan distintas variedades del verde.
Entre la bruma ligera, los tres poderosos picos de Sierra Nevada se elevan en el horizonte. Ante aquellas moles de piedra cada uno pierde su importancia y comprueba que solo es un cuerpo, una pequeñísima parte del infinito. Mientras paseamos por el campo, coleccionamos emociones sencillas: el sabor de una cereza, la caricia a un chotillo, el olor a tierra mojada, la charla agradable entre personas que sienten el mismo apego por la naturaleza… Hasta que llegamos a un sitio en el que Fernando y Cynthia han plantado algunos árboles. Es entonces cuando Ros suelta la frase que me sirve para titular esta crónica:
-A lo mejor la vida solo consiste en ver crecer un árbol.
Los lugares que a veces elijo para que la vida deponga sus espinas en mi alma, tienen que ver con sitios cercanos de los que he oído hablar mucho pero que no conozco. Uno de esos sitios es el Cortijo Balderas, que está en una loma desde donde se pueden casi tocar con la mano la Alcazaba y el Veleta. Le propongo a Harry si quiere venir conmigo a sabiendas de que me va a decir que sí, primero porque es un amante de la naturaleza y segundo porque sé que sus instantes felices los rellena con el tiempo en el que puede coger cerezas de un árbol o contemplar un paisaje inédito en el listado de sus emociones.
Para la excursión cogemos un jueves, pero solo porque es un día que está en medio de la semana. Hace un calor propio de julio. No hay que darle más vueltas. Para ir al cortijo Balderas hay que pasar por Güéjar Sierra y desviarse por un camino en la ruta hacia el Charcón de Maitena. Hasta el desvío todo es conocido por Harry ya que un día lo llevé a la Vereda la Estrella y a comer sangre con tomate en Las Olivillas, un bar que hay a la entrada del pueblo. La subida al cortijo se hace por una carretera asfaltada pero muy estrecha. Conforme se sube el paisaje adquiere el volumen de la montaña. Se alternan los olivos con las encinas, los nogales y los almendros. Aquello es muy bello y estoy seguro de que muchos granadinos ni lo conocen. Se lo comentó al irlandés y este contesta:
-No ser raro. A veces tener la belleza tan cerca que no dar cuenta.
Lo corroboro contándole la anécdota de Ortuño, un artista que todos los días salía a pintar paisajes de la Alpujarra. Estando un día en una colina pintando el valle que tenía enfrente, se le acercó por detrás un pastor que, al ver el cuadro casi terminado, dijo:
-Qué curioso. Paso por aquí todos los días desde hace veinte años y hasta que no he visto lo que usted ha pintado no me he dado cuenta de lo bonito que es todo esto.
Mientras trepamos por la colina en dirección a las nubes, le explico a Harry que el cortijo que vamos a visitar fue una especie de experimento de la Junta de Andalucía, que compró hace muchos años aquel paraje con la intención de convertirlo en un sitio en el que los niños (y adultos) aprendieran a vivir con la naturaleza. Está en un espacio natural protegido de Sierra Nevada y ahí se han llevado a miles de niños de colonias para concienciarlos de lo importante que resulta para el futuro conservar los recursos naturales que tenemos.
Desde el camino por el que vamos, la extensión se tiñe de verdes cambiantes según los árboles que predominan. Por aquella subida tengo la sensación de que no somos nosotros los que observamos el paisaje, sino que es el paisaje el que nos observa a nosotros.
No ha pasado media hora cuando llegamos al Cortijo Balderas, en la llamada Dehesa de la Solana del Maitena, enfrente de la Loma del Tío Papeles. A unos 1.700 metros sobre el nivel del mar. Las instalaciones han pasado por distintas etapas de gestión y han sido varios los grupos que se han hecho cargo a lo largo de los años de su funcionamiento.
Quién lo lleva ahora, tras ganar el concurso público correspondiente, se llaman Ros y Susana, un matrimonio que ha puesto todo su empeño en que aquel lugar vuelva a tener el brillo de popularidad y aceptación que tuvo antaño. Parece que Ros y Susana están a salvo en aquel lugar de cualquier angustia y de cualquier aprensión. Han tomado el proyecto como suyo y están dispuestos a resistir: hasta que alguien se dé cuenta de que aquel lugar es uno de los sitios que los granadinos no debemos dejar morir. Ros me cuenta que el cortijo ha estado cerrado tres años (desde 2010 hasta 2013) y que él y su mujer tienen ahora el deber de hacer menos visible el lógico deterioro que la finca ha tenido mientras ha estado clausurada. Durante ese tiempo las instalaciones del cortijo han estado a expensas de desaprensivos y okupas de ocasión que hicieron los correspondientes destrozos.
-Esto tiene mucho trabajo, pero nos compensa comprobar que sigue funcionando -dice Ros-.
Ros es un cortijero ilustrado. Lo sabe todo sobre medio ambiente, plantas y animales que por allí pastan o circulan. Lo mismo te hace una flauta con una verdolaga, que te enseña una raíz de la que se puede sacar un potente veneno o te habla del arrendajo, un pájaro muy inteligente de bonito plumaje que tiene la costumbre de enterrar una parte de los frutos que recolecta, con lo que contribuye a la expansión de las masas forestales.
Ros habla con la suficiencia del docto en la materia. Es un sabio y un filósofo del medio ambiente. Dar un paseo con él por el campo es como imaginar que lo estamos dando con Platón. También es un experto en cocina solar y a la hora de comer nos prepara unas sardinas en salsa en un artefacto que parece una antena parabólica con espejos.
-Aquí tenemos que aprovechar toda la energía natural que nos llegue.
A Harry le encantan las sardinas hechas con energía solar. Lo mismo que los calamares con patatas que nos pone a continuación. El tipo de comida causa cierta perplejidad al irlandés:
-Yo estar extrañado. Esperar comer en Cortijo de todo menos productos de mar -dice Harry-.
-Es que en Güéjar la pescadería es muy buena. Aquí lo que tenemos mucho son langostinos de huerta -dice con cierta ironía Ros, antes de contarle al irlandés que un langostino de huerta es un pimiento verde-.
Después de la comida damos un paseo por el campo. Se apuntan Fernando y Cynthia, un matrimonio que ha alquilado una de las cabañas. Ros nos enseña las instalaciones: el corral donde están los animales (conejos, gallinas, cerdos…), las salas de estancia para grupos, un teatro al aire libre para que los niños puedan representar obras, las instalaciones deportivas… Todo tiene la pátina de la decadencia, sin alcanzar el aspecto de abandono porque Ros está convencido de que todo aquello puede recuperar la vitalidad de antaño.
Paciendo en una loma pequeña hay unas cabras atadas y varios chotillos de menos de un mes de vida. Los chotillos, libres, olvidan a sus madres y se vienen detrás de nosotros. Viéndolos jugar por entre nuestras piernas, resulta muy cruel pensar que mañana alguno puede estar en una parrilla o como parte de un guiso con ajos.
Las cabras contemplan el crepúsculo con la intención de comprenderlo. Y nosotros observamos los campos donde los cerezos, pinos y nogales otorgan distintas variedades del verde.
Entre la bruma ligera, los tres poderosos picos de Sierra Nevada se elevan en el horizonte. Ante aquellas moles de piedra cada uno pierde su importancia y comprueba que solo es un cuerpo, una pequeñísima parte del infinito. Mientras paseamos por el campo, coleccionamos emociones sencillas: el sabor de una cereza, la caricia a un chotillo, el olor a tierra mojada, la charla agradable entre personas que sienten el mismo apego por la naturaleza… Hasta que llegamos a un sitio en el que Fernando y Cynthia han plantado algunos árboles. Es entonces cuando Ros suelta la frase que me sirve para titular esta crónica:
-A lo mejor la vida solo consiste en ver crecer un árbol.
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