Educar en valores |
Ya tenemos la enésima batalla ideológica a propósito de la educación en esto que llaman guerra cultural provocada por la cada vez más acusada polarización política. El detonante ha sido esta vez la elaboración de los currículos de las asignaturas diseñadas en la nueva ley (Lomloe), conocida como la Ley Celaá, para la educación en valores de nuestros jóvenes. Nueva ley, otra más (creo que la octava en democracia), nueva trifulca política que en realidad es la vieja de siempre (recordemos lo que pasó con la introducción de la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos) a cuenta de una institución tan fundamental para el mantenimiento y cuidado de la civilización como es la escuela. Lo que demuestra, por si no es ya evidente, que para nuestros dirigentes el oficio de enseñar no es más que un garrote con el que aporrear al adversario. En este caso se trata de desgastar al Gobierno actual desde el frente de la oposición. Nada nuevo bajo el sol.
Debería saberse. Todo ciudadano (e incluyo en esta categoría a quien se le adscribe el género femenino y demás géneros líquidos de esta cultura posmoderna), todo ciudadano -digo- debería saber que esta es la compleja condición de la educación constituida en institución política -es decir, de la polis, o sea, de la comunidad organizada-. En las aulas se enseñan determinadas materias con entidad académica (ya saben, lo de siempre: matemáticas, lengua, historia, etc.), pero también valores, sí, incluso cuando no se pretende. ¿Cómo no iba a ser así? ¡Si se trata de una actividad eminentemente social! Y que me diga alguien qué actividad social de las que desarrollamos se da en ausencia de valores.
Los valores se aprenden en casa, sostiene Isabel Díaz Ayuso, conforme a un tuit con el que nos ha obsequiado a modo de sentencia. Y en internet también se aprenden valores -me permito apostillar yo- ¡y hasta en las escuelas, institutos y universidades a las que acuden nuestros jóvenes! El tener una educación obligatoria -porque obligatoria es la Educación Primaria como la Secundaria hasta los 16 años- es ya la plasmación de un sistema de valores que trasciende el juicio de las familias, también el de las más liberales. No se olvide que hay familias objetoras que entienden que las escuelas reconocidas por el Estado (ya sean públicas o privadas) no son el sitio adecuado para formar a su prole. Son partidarias de eso que llaman home schooling. Muchas de esas familias quieren evitar a toda costa que sus niños se contaminen con los valores del consumo, del capitalismo de libre mercado y de la competitividad, entre otros perniciosos tóxicos que la escuela inocula a su juicio sin que sus puros hijos puedan defenderse. ¿Es sano en términos de salud democrática consentir el dogma de mi hijo, mi doctrina?
No conozco a ningún colectivo profesional que preste un servicio público que esté sometido a todos los controles a priori (o sea, preventivos) como el nuestro, el compuesto por las personas (personas, cada una de su padre y de su madre) que nos dedicamos a este noble aunque depreciado oficio de enseñar (porque si educamos será a través de los conocimientos que enseñamos; si no, en efecto, adoctrinamos). Diríase que todo el mundo desconfía de nuestro trabajo: progenitores, estudiantes, medios de comunicación, administración, políticos. A todas esas instancias estamos obligados a dar cuenta documentada tanto si damos una clase, llevamos a cabo una actividad extraescolar o evaluamos a nuestros pupilos. ¿De verdad los hechos demuestran que damos motivos para que la sociedad no se fíe de nosotros? La penosa sentencia judicial de principios de verano dictada contra dos compañeros de un instituto cordobés demuestra que a los profesores se nos exige actualmente más de lo que es razonable, máxime en las condiciones en creciente deterioro en las que se nos manda cumplir nuestra esencial función.
Esta ley de educación que empieza a ser progresivamente implantada es más munición para que la oposición ataque al actual Gobierno. A mi juicio, no resolverá el asunto de la educación en nuestro país, pero tampoco es el cetro de Belcebú mediante el que adoctrinar satánicamente a las jóvenes generaciones. Eso sí: es la prueba, otra prueba irrefutable más, de la torpeza de quienes hemos elegido para mejorar las cosas. En vez de preocuparse tanto por determinar la educación en valores que los docentes impartimos en las aulas deberían hacer seria autocrítica de la que muestran a través de su práctica política.
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