Relatos a la sombra: los cuentos de Abraham García.
GETTY IMAGES 'La lujuria indultada'. |
Nazario, un primo granjero, me regaló tiempo ha, cuando aún las bodas gays eran novedad, una pareja de preciosos conejos, y era una delicia acariciar su pelusa entre dálmata y appaloosa (”átense a las patas de la mesa para usarlos como servilletas”, sugería un autor florentino del Renacimiento); antes de que se me ocurriera cómo cocinarlos, llegaron mis niños del colegio y los bautizaron con alborozo.
Y Perseo y Atenea fueron ya inmunes al cuchillo; indulto en el que pesaron mucho más sus flamantes nombres que su temblorosa indefensión y frágil belleza.
Emulando a Trujillo (la ministra que proponía ‘conejeras’ de treinta y cinco metros cuadrados, no el dictador dominicano al que le sobraba con seis pies de tierra para ‘alojar’ a sus opositores), les habilitamos una caja de plástico del frutero con su correspondiente tupper de agua, toda una colección de tubérculos (zanahorias, patatas, chirivías…) y un arcoíris de lechugas, endivias y achicorias, ante la sospecha de que fuesen vegetarianos. Desdeñando el tentador vergel, y sin saludarse ni pedirse el teléfono, súbitamente se aparearon con frenesí, reiteración y alevosía.
Durante tres largas tardes estuvieron mis criaturas dándose codazos, meándose de risa y abandonando a su suerte ordenadores, móviles y consolas, que se morían de envidia.
Un par de semanas después, y a pesar del desgaste de follar como conejos, éstos habían duplicado su tamaño; y sumado a que Perseo, probablemente confundiéndome con una gorgona, me dejó de piedra al taladrarme el índice con la lezna de sus colmillos, decidí devolverlos.
- ¿De verdad no los quieres? Joder, menudas patatas darían éstos, o al ajillo, como los hace mi parienta —insistió mi primo, un poco decepcionado—.
-Te lo agradezco, pero en mala hora mis chavales les pusieron nombre, y la verdad... ya me jode matarlos —farfullé acariciando la jaula, en son de despedida—. ¡Buen viaje Perseo! ¡Adiós Atenea!
-¿Atenea le pusisteis? ¡No me jodas, tío, si los dos son machos! —precisó mi primo con perplejidad—.
Me vino a las mientes la imagen del charro mexicano desflorando rancheras con voz de trueno, y jactándose de haber nacido en Jalisco, “la tierra donde se dan los hombres… unos a otros”.
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