Esta noche no alumbra la Farola del Mar |
Lo había advertido Walter Benjamin: las imposiciones que se hacen en nombre de la cultura y la civilización son también actos de barbarie. Contemplando el cuadro de Klee que se llama Angelus Novus, en el que se representa un ángel a punto de alejarse de algo que lo tiene pasmado, Benjamin creó un texto inaudito, estremecedor: "Desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso".
Hincar en las aguas malagueñas del Mediterráneo un descomunal falo, de escala desmesurada y ajena a la idea que tienen las gentes del espacio habitable, ¿no es otra cosa que seguir amontonando ruinas tratando de alcanzar el cielo? Con una referencia de forma industrial que quizá haga recordar a las gentes las chimeneas troncocónicas de las centrales térmicas, y cuyo fundamento constructivo no es otro que la capacidad tecnológica de la ingeniería, ahora se nos vuelve a proponer lo que parecía que nos habíamos sacudido hace décadas: el espíritu soberbio de la ingeniería civil que se difundió desde Italia, con su proclama Sfida alla natura, que a punto estuvo de alcanzarnos aquí en los años setenta del siglo pasado. Helo aquí de nuevo cimentando rascacielos en el fondo del mar.
La barbarie de este urbanismo desafiante no hay que buscarla en los emiratos del Golfo Pérsico; está en nuestra propia idea de progreso. Como lo entendieron Santayana, Kavafis y otros, los bárbaros no vienen de fuera; los bárbaros no son más que quienes esperan a los bárbaros.
El goce estético de las formas construidas requiere la síntesis de innovación y continuidad, conservar los códigos que las gentes tienen asumidos; continuidad y cambio, como nos ha enseñado la Historia del Arte, también en los episodios de ruptura y en los movimientos de vanguardia. En su memorable estudio sobre la mezquita de Córdoba, Rafael Moneo desvelaba la continuidad en las intervenciones sobreimpuestas a la arquitectura musulmana desde la conquista por Fernando III el Santo hasta la obra de Hernán Ruiz. Resolvía así para siempre, con el elogio de los constructores cristianos, la inagotable discusión sobre las intervenciones en la mezquita. Así que, como se ve, nuestra teoría de la arquitectura no está precisamente fundada en el historicismo romántico, pero tampoco admitimos el capricho que solo ante sí mismo responde.
Me voy a permitir forzar la metáfora como licencia, si no poética sí al menos de intención pedagógica. Y en compensación por haber sufrido la penosa experiencia de atender las peregrinas argumentaciones que han tratado de justificar la actuación portuaria, se me deberá tolerar ahora algún desliz romántico.
Reforzando la declaración favorable de impacto paisajístico que ha justificado la construcción de una torre en el mar, pueden encontrarse nuevos argumentos con los que amparar la transformación radical del borde marítimo histórico transitando de la entrañable escala de la Farola a la diabólica de la Torre en una sola orden ministerial. Después, como se ha hecho, de invitar a los malagueños a mirar hacia otro lado si no les gusta el artilugio, bastará cortarle la luz, como sucedió en Santa Cruz de Tenerife cuando fue desconectada y luego desmantelada la Farola del Mar en 1954.
Esta noche no alumbra
la farola del mar,
esta noche no alumbra
porque no tiene gas.
Ya en el muelle no alumbra
la farola del mar;
pues como era chiquita
la mandaron quitar.
Las coplillas populares canarias, para escarnio de quienes tomaron en 1954 la decisión, se perpetuaron mucho más allá de la obra, hasta hoy.
También ha llegado hasta ahora el eco de los lamentos: "Nuestra entrañable Farola de la Mar es única y peculiar, cuenta con una marcada visibilidad y contiene en sí una alusión silenciosa, constante, al espíritu inalienable de la ciudad" (Juan A. Padrón Albornoz). Y después, la estéril nostalgia: "El parpadeo de su luz y el perfil de su torre con ribetes de alminar se ha quedado en la imaginación popular como la estampa nostálgica de un Santa Cruz que ha desaparecido".
Y la Alcazaba sobre el monte y la Catedral gótica, renacentista y barroca, se harán también chiquitas aunque no las manden quitar.
Como nos descubre Durrel en El cuarteto de Alejandría, al final de su tetralogía, los personajes y las acciones de la narración son imaginarios; sólo la ciudad es real. ¿O tampoco?
No hay comentarios:
Publicar un comentario