A principios del XX, un discreto grupo de mujeres
produjo una serie de resultados científicos que cambiaron el modo de ver
el universo
Emilio J. García (IAA-CSIC) |Sin embargo, apenas existen documentos sobre el paso de Henrietta Leavitt por este planeta. No hay memorias científicas, ni cartas, ni diarios... y tan solo unas pocas fotos. Y, por supuesto, de acuerdo con la tradición de la época en lo referente al reconocimiento del trabajo femenino, apenas existen publicaciones científicas con su firma como primera autora.
En la historia de Henrietta se alternan grandes lagunas desconocidas con anecdóticos episodios muy detallados. Por ejemplo, se conoce la lista de objetos que legó a su madre como testamento, pero no dónde y con quién realizaba largos viajes por Europa durante los años en los que desaparecía sin dejar rastro.
Poco, muy poco, sabemos sobre la personalidad de esta mujer que nunca dejó escrito por qué le interesaban las estrellas, y si es que en realidad lo hacían. Pero el caso es que Henrietta se ha convertido paulatinamente en un icono de la historia de la astronomía. Algo así -salvando las distancias- como la Marie Curie de los astrónomos.
Probablemente no era la más brillante de estas mujeres "calculadoras" que se atrevieron a ver más allá de la mera sucesión de tablas que compilaban día a día, pero el descubrimiento de Henrietta fue la llave maestra necesaria para volver a revolucionar nuestra imagen del cosmos, tal y como Galileo había logrado tres siglos antes simplemente mirando al cielo a través de dos lentes alineadas. En este caso, la revolución se hallaba escondida en la interminable ristra de números anotados por Henrietta. Un nuevo universo -inconmensurable, infinitamente poblado de galaxias y en continua expansión- se ocultaba en el cuaderno de una mujer callada y desconocida.
El universo en 1876
Para situarse en esta historia es necesario entender bien cómo era el universo en 1876. En aquel año aún no existía más galaxia que la nuestra. No había más planetas que los del Sistema Solar. No se conocía bien la composición de las estrellas ni cuál era el origen de su brillo. Se desconocía la naturaleza de unas extrañas nebulosas halladas entre las estrellas. El universo no se expandía ni nadie había oído hablar jamás del Big Bang. Y, por supuesto, no existían exoplanetas, ni enanas blancas, ni estrellas de neutrones, ni agujeros negros, ni cuásares, ni nada remotamente parecido. En 1876 el universo era un plácido lugar repleto de estrellas que se movían por el firmamento. Y precisamente a esto se dedicaban los astrónomos de la época: a medir y catalogar la posición y movimiento de esos luminosos puntos cuya distancia real, en la mayoría de los casos, se desconocía. Estos astrómetras, auténticos amos de un cosmos bidimensional, no podían imaginar que su profesión fuera a cambiar tan radicalmente en apenas un siglo.
El fundador del Appalachian Mountain Club
El Appalachian Mountain Club es uno de los clubes de montaña más emblemáticos y longevos de Estados Unidos. Fue fundado en 1876 por Edward Charles Pickering, un profesor de física del Massachusetts Institute of Technology (MIT) que adoraba cualquier experimento que conllevara un proceso de medida. También fue la persona que dirigió el Observatorio de Harvard durante más de cuarenta y dos años y uno de los protagonistas de nuestra historia.
Por un lado, para Pickering, la nueva astronomía no debía limitarse exclusivamente a medir posiciones y velocidades estelares. Por este motivo impulsó en el observatorio nuevos métodos para medir también el brillo y el color de las estrellas, una información difícil de obtener en la época pero que, según Pickering, abriría nuevas ventanas al universo. Por otro lado, como científico experimental empedernido desde sus tiempos del MIT, Pickering decidió que su gran contribución -y la del observatorio- a la historia de la astronomía sería la obtención de grandes cantidades de datos que permitieran al resto de investigadores teorizar sobre el cosmos. Estaba convencido de que disponer de una gran colección de fotografías de cada rincón del cielo, tomadas de manera periódica durante años, tendría un valor inmenso para la astronomía. Pickering soñaba con encerrar el universo entre las paredes del su observatorio. Con él comenzó la época de los grandes surveys o cartografiados, uno de los pilares de la astrofísica moderna.
Pero, por entonces, al igual que ahora, catalogar el cosmos requería de un potente instrumento de medida: un telescopio. Y no uno cualquiera.
El orgullo de Boston
En marzo de 1843 un cometa surcaba el cielo. Su cola era tan brillante que incluso podía distinguirse a simple vista. Conocido desde entonces como el Gran cometa de marzo, Harvard no disponía de un telescopio profesional con el que estudiarlo. Esta "vergüenza" alentó a los pudientes ciudadanos de Boston a realizar generosas donaciones a favor de la construcción de un telescopio que resarciera el orgullo de la ciudad. Solo cuatro años después Cambridge ya contaba con su Gran Refractor, un telescopio con una lente de treinta y ocho centímetros que durante veinte años fue el mayor y más potente telescopio de todo Estados Unidos. Con este instrumento, Harvard comenzó un época dorada de descubrimientos, que sin embargo no era suficiente para Pickering y sus ambiciones cartográficas: solo cubría una parte del cielo, el del hemisferio norte. Si quería hacer una gran fotografía de todo el universo necesitaba otro instrumento similar en el hemisferio sur. Tras varias expediciones se decidió construir este segundo telescopio en la remota ciudad de Arequipa, en Perú. En 1896, el telescopio Bruce de 63,5 centímetros estaba listo para ocupar su trocito de protagonismo en esta historia.
Placas del cielo
Gracias a estos dos telescopios y al gran avance obtenido en la fotografía celeste, el Observatorio afrontó dos retos titánicos. Por un lado, un catálogo fotométrico donde se registraba el brillo y posición de enormes campos estelares que cubrían gran parte del cielo y en diferentes instantes de tiempo durante años. Y, por otro, el catálogo Henry Draper, llamado así en honor del excelente astrónomo cuya viuda donó una importante cantidad de dinero para realizar un catálogo en memoria de su marido. En este catálogo se registraban espectros estelares, es decir, la luz de las estrellas descompuesta tras su paso por un elemento dispersor. Esta información terminaría siendo clave para comprender qué es realmente una estrella.
¡Demasiados datos!
Pero, al igual que ocurre en la investigación astronómica actual, rápidamente se vio que el volumen de datos que generaban diariamente los telescopios de Harvard era de tal calibre que resultaba imposible mantener un mínimo ritmo de análisis y registro. Estamos hablando de que, a lo largo de seis décadas, el Observatorio Harvard aglutinó cerca de medio millón de placas de cristal fotográfico: trescientas toneladas de material que contenían imágenes de unos diez millones de estrellas. En la época de Pickering y compañía no había ordenadores, ni tan siquiera calculadoras. La única posibilidad de afrontar este reto y evitar que las centenares de placas fotográficas que llegaban semanalmente al observatorio no terminaran apiladas cogiendo polvo en sus cajas residía en contratar mano de obra -bueno, más bien 'ojo de obra'-.
Pero esto no era tarea fácil. Se trataba de una labor muy especializada, como la de medir magnitudes o realizar análisis espectrales. Una tarea muy laboriosa, sistemática y que exigía de una gran destreza visual y una concentración muy elevada. Y, por qué no decirlo, era algo demasiado aburrido y poco ambicioso para cualquier investigador astronómico que se preciara. Las primeras experiencias fueron desastrosas. Y aquí es donde surgió la decisión que realmente ha hecho pasar a la historia al fundador del Appalachian Mountain Club. Edward Charles Pickering decidió contratar mujeres.
¡Mujeres en Harvard!
Hay que tener en cuenta que hablamos de una época en la que las mujeres no podían matricularse en la universidad, y mucho menos dedicarse a algo que no fuera ser maestra, costurera, criada o ama de casa. Pero entonces, ¿por qué contrató Pickering a mujeres? Se trataba de una cuestión de pura rentabilidad empresarial: las mujeres resultaron ser extraordinarias realizando este tipo de trabajo. Eran sistemáticas, meticulosas, muy habilidosas clasificando estrellas, contaban con una gran capacidad de concentración y, además, cobraban mucho menos que un hombre por el mismo puesto (en esto tampoco se ha evolucionado mucho). Así, el director del observatorio podía contratar tres o cuatro veces más personal por el mismo dinero. Pickering no reparaba en cuestiones de género. Para él era obvio que todo el mundo salía ganando: el observatorio, la astronomía, él mismo e incluso esas mujeres que podían realizar un trabajo inimaginable para sus congéneres. Y así lo defendía en cualquier foro. Aquellas mujeres eran las computadoras de hoy en día, y así se las denominaba: 'las computadoras de Harvard'. Aunque el sobrenombre más popular que circulaba por los pasillos de Harvard era el de 'el harén de Pickering'".
¿Nada más que calculadoras?
Y, al igual que de una computadora, no se pedía más de esas mujeres que la mera compilación de medidas y datos. No se pretendía de ellas la más mínima interpretación de los números que, día tras día, iban llenando sus cuadernos: columnas y columnas de datos estelares que iban conformando un nueva visión del universo. No se esperaba de ellas ningún descubrimiento, ni mucho menos que infirieran alguna ley desconocida del universo. No se esperaba nada de eso, pero eso fue justo lo que ocurrió después. Henrietta y sus compañeras produjeron resultados científicos que cambiaron el modo de hacer astronomía. Y eso es lo que refleja un reciente proyecto del Instituto de Astrofísica de Andalucía: un videoblog ficticio donde la propia Henrietta cuenta sus hallazgos (http://henrietta.iaa.es).
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