Médico de familia
Foto: ISTOCK |
Llevo años ejerciendo la medicina y me sigo considerando un perfecto principiante. Cada paciente me obliga a empezar todo de nuevo, a construir de cero. Es verdad que no siempre fue así. Durante mucho tiempo me limitaba a aplicar etiquetas diagnósticas y a aportar las correspondientes contrapartidas terapéuticas. De hecho, sigo haciéndolo cuando me despisto o la consulta viene muy sobrecargada.
He recorrido muchos caminos, infinidad de cursos, artículos, libros, profesores, seminarios y congresos. No ha servido de gran cosa, sigo siendo un gran ignorante. Más si cabe como generalista, obligado a navegar un campo de conocimiento tan extenso como el mar. Es verdad que he encontrado compañeros amables que, con paciencia, me han ayudado a seguir adelante, ofreciéndome sus manos ante las múltiples caídas, y pacientes comprensivos con mi impericia y múltiples errores. También lo es que he podido hacer pie en valores sólidos como el humanismo, el genuino interés por aprender y la voluntad de ayudar. La medicina actual es una ciencia complicada que ha perdido parte de su arte y de su magia. Está amenazada por la codicia de los hombres que conspiran para convertirla en gran negocio y por la estupidez de los que no se dan cuenta de que tanto su escasez como su abundancia son peligrosas.
Esta mañana me detuve un momento a contemplar las nubes, las primeras tras un tórrido verano. Su belleza me inspiró. Tal vez por eso necesité ponerme a escribir estas palabras como forma de agradecer todo lo inmerecido que uno recibe. La medicina moderna está basada en la evidencia, en la ciencia, en el método científico. Eso la ha permitido avanzar y ofrecer respuestas tras siglos de titubeos, ensayos y errores basados únicamente en la experiencia. El exceso de tecnología y el gran tamaño de las organizaciones y sistemas sanitarios la están despojando de su lado más humano. Algunos reivindican la necesidad de recuperar ese humanismo pero, ¿cómo hacerlo con consultas saturadas, pocos recursos, prisa y agobio?
Para desarrollar compasión hay que prestar plena atención. Si estamos despistados, es imposible conectar compasivamente con ningún ser humano.
Tal vez sea todo más simple. Si fuéramos capaces de basar la medicina en la compasión, quizá lograríamos llegar algo más lejos. A ese lugar que habitualmente guardamos celosamente, al corazón humano. Cada vez enfermamos más por nuestro hábitos y modos de vida competitivos, acelerados y consumistas. Cada vez consultamos más por problemas derivados de la vida, y no por la mera enfermedad. Creo profundamente que tanto los pacientes como los profesionales sanitarios necesitamos mucha compasión, no entendida como una conmiseración anticuada, sino como un sincero deseo de bien y superación. Para desarrollar compasión hay que prestar plena atención. Si estamos despistados, es imposible conectar compasivamente con ningún ser humano. Si logramos abrirnos a esa forma de presencia seguramente ocurran cosas. La otra persona se sentirá escuchada, valorada, acompañada. Tendrá la oportunidad de abrir con confianza sus verdaderas heridas, permitirá que se le asista. Si no lo conseguimos, nos quedaremos en un nivel operativo superficial, seguiremos dando un diagnóstico y un tratamiento (habitualmente farmacológico) y el paciente se marchará de la consulta sin haberse sentido escuchado y, probablemente, sin ganas de usar la receta que lleva en la mano.
Los profesionales también necesitan la compasión de sus pacientes. La comprensión de que también son humanos, se cansan, se caen, se equivocan. Se sienten sobrecargados y sobrepasados, no sabiendo a veces qué hacer con tanto sufrimiento y tanta lágrima que cae sobre ellos cada día. Incluso los gestores y políticos del ramo la requieren, siendo como son incomprendidos y criticados ferozmente por incontables razones, fruto de las cuales terminan encerrados en sus despachos cortando toda comunicación con el exterior y negando la posibilidad de un entendimiento necesario.
La compasión ha sido un valor tradicionalmente defendido por el ámbito religioso. Hoy es necesario rescatarlo desde el mismo centro de una sociedad que se descompone como un azucarillo mojado ante los enormes cambios de un mundo que no deja de avanzar. Como médico, intento cada día ponerla encima de la mesa. No hace falta nombrarla, tan solo aplicar plena atención para hacerla presente. Algunos dicen que hace falta una revolución de la medicina, pero no terminan de decirnos cómo llevarla a cabo. Yo tampoco lo sé, lo único que intuyo es que si de algún sitio puede surgir, es de la magia de la comunicación entre dos personas, un arte que precisa la máxima consciencia y compasión que seamos capaces de destilar.
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