Investigador en el Instituto de Políticas Públicas del CSIC
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Hasta hace poco eran sólo los analistas -situémosles por simplicidad y con todas las salvedades del caso- de izquierdas quienes responsabilizan de la creciente desigualdad al cambio técnico y la mundialización de los mercados. Solían hacer referencia a la insensibilidad social y arrogancia política de los gobiernos, e incluso de los economistas, para no gestionar oportunamente los efectos no deseados -the flip side of the gains- de las profundas transformaciones económicas. Rodrik y Stiglitz, por ejemplo, llevan tiempo llamando a repensar la globalización y señalando cómo el cambio técnico tiene efectos profundamente asimétricos según la capacidad de los actores y territorios para internalizar la innovación y el conocimiento.
Hoy, sin embargo, la preocupación por la desigualdad se está generalizando, e incluso quienes ideológicamente no la consideran como un problema relevante para el análisis económico están ocupados en argumentar las eventuales fallas de los datos, los análisis o en la relevancia de las conclusiones. Los asistentes a la Cumbre de Davos de Enero de 2017, para nada representantes del radicalismo izquierdista, acaban de manifestar su preocupación por el abrupto incremento de la desigualdad en muchos de los países desarrollados y han establecido relaciones de causalidad entre esta y el ascenso generalizado de las tendencias proteccionistas y nacionalistas en lo comercial y populista, cuando no xenófobas, en lo político.
Más allá de señalar con el dedo culpables, la realidad es que, se mida como se mida, y se le dé el poder explicativo de los fenómenos políticos actuales que se le quiera dar, tanto en términos de renta o de riqueza, antes de impuestos o después de ellos, están creciendo la desigualdad interna y los niveles de pobreza en la mayoría de los países desarrollados. El Banco de España acaba de publicar sus datos para nuestro país. Y lo que es más preocupante, nada hace prever que, en ausencia de intervenciones decididas al respecto, la tendencia se revierta. La desigualdad se origina no sólo de la disputa redistributiva entre salarios y beneficios por la apropiación del excedente y su acumulación a lo largo del tiempo -como históricamente ha sido el análisis clásico- sino de las divergencias de productividad, beneficios y retribuciones entre las actividades intensivas en conocimiento y las que no lo son. En paralelo, el mapa de la desigualdad tiene una traducción espacial, en la que los sectores de crecimiento (y sus empleados y empleadores) se concentran en unas pocas áreas metropolitanas, mientras que las actividades estancadas o en recesión son dominantes en el resto del territorio, donde el descontento y la frustración se dan la mano con el estancamiento económico y la pérdida de oportunidades de mejora para amplios segmentos de la población.
La distribución funcional (entre capital y trabajo) del ingreso está discriminando constantemente desde mitad de los setenta del pasado siglo en contra de los ingresos del factor trabajo, en una tendencia inversa a la dominante en los 30 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que en términos de riqueza acumulada las retribuciones del capital hayan sido en este tiempo sistemáticamente superiores a las medias de la economía se ha traducido en que la desigualdad de riqueza haya sido acumulativa (Piketty, Capital in the 21st Century, 2014). Según un reciente informe del McKinsey Global Institute (Turbulence ahead: Renewing consensus amidst greater volatility, 2016), la participación del 'trabajo' en el ingreso nacional agregado de los países desarrollados entre 2005 y 2014 bajó 10 puntos porcentuales, del 76% al 66%.El precio, cantidad y calidad del factor trabajo están en declive y es probable que se mantenga esta tendencia. Algunos datos al respecto son relevantes. Entre 2005 y 2014, los salarios en el conjunto de países desarrollados crecieron por debajo del crecimiento de la productividad. Entre el 65 y el 70% de los hogares de menores ingresos vieron sus ingresos estancados o menguados (ese porcentaje fue del 2% entre 1993 y 2005), mientras que los niveles más altos de ingresos crecieron significativamente (Dobbs, et al., Poorer tan their parentes?: Flat or falling incomes in advanced economies, 2016). En los próximos diez años (hasta 2025), aún si las tasas de crecimiento del PIB de los países avanzados recuperasen las tasas saludables de crecimiento medio de los 30 años previos a la crisis, entre el 30 y el 40% de los hogares de menor renta verían mermados sus ingresos, llegando estos porcentajes a ser del 70-80% si las tasas medias de crecimiento de los próximos diez años fueran iguales a las de los últimos diez de parco crecimiento (2005-2014).
En todos los países desarrollados se ha ampliado significativamente la diferencia de renta media disponible entre el top 1% y el 50% de los trabajadores de menores ingresos. En Estados Unidos, y a pesar de las políticas redistributivas de la administración Obama, entre 1980 y 2014 ese múltiplo pasó de ser 27 a ser 81 veces superior; y lo que es peor, en ese tiempo, la renta media del 50% más pobre se mantuvo estancada (Piketty, Saez y Zucman, Distributional national accounts: Methods and estimates for the US, 2016). Según el último informe de la Organización Internacional del Trabajo, en los países desarrollados del G-20 la clase media se ha reducido, y la disparidad de ingresos disponibles (después del efecto compensatorio de la política fiscal) ha aumentado de manera significativa. El crecimiento de las clases medias en los países en-desarrollo de los últimos años tiende a estancarse e incluso a declinar
La probabilidad de automatización de las tareas realizadas en los diferentes empleos es mucho mayor en las ocupaciones peor retribuidas y en las que precisan menor formación. Se estima que el 60% de los trabajadores estadounidenses podrían ver reducida su carga de trabajo de aquí a 2025 en más de un 30%. En concreto, según un reciente informe del Council of Economic Advisors del ex-Presidente Obama (Is this time different?: The opportunities and challenges of artificial inteligence, 2016), se estima que el 83% de las tareas realizadas por los trabajadores estadounidenses que ganan menos de 20 dólares/hora pueden ser automatizadas, mientras que sólo lo serán el 4% de las tareas realizadas por quienes ganan más de 40 dólares/hora. Por otra parte, el 44% de los empleos que no precisan título de bachiller (high school) pueden ser desplazados por las máquinas, mientras que esa proporción es del 0% para los empleos que precisan postgrado y de tan solo el 1% para los que precisan el grado.
Los niveles salariales de los trabajadores de los sectores no-digitales -en una economía basada en el conocimiento- muy probablemente crecerán menos que los de los sectores digitales. Los salarios de estos últimos en Estados Unidos llevan creciendo desde hace años a una tasa del doble que la de los trabajadores no-digitales. El 90% de los trabajadores más pobres de aquel país han visto sus salarios en términos reales estancados en los últimos 30 años (Stiglitz, Globalization and its new discontents en Project Syndicate, 2016).
La desigualdad se origina en los propios niveles de productividad de las empresas; y así, según un reciente informe de la OCDE (The global productivity slowdown, 2016) la distribución de los beneficios empresariales y salarios entre las empresas penaliza a aquellas de los sectores no intensivos en conocimiento, cuya productividad y salarios están estancados o en declive respecto de las empresas de los sectores innovadores o de frontera. Ambos agregados de empresas, tanto en las manufacturas como en los servicios, siguen sendas ampliamente divergentes. De hecho, en los países más desarrollados, y según el anteriormente referido informe de McKinsey, los sectores intensivos en conocimiento (comunicaciones, banca y finanzas, tecnologías de la información y servicios empresariales, farmacéutico e instrumental médico), acaparan el 41% de los beneficios, representando tan solo el 22% de los ingresos totales.
Finalmente, la desigualdad en los ingresos reales tiene también una traducción espacial. Según un reciente estudio del equipo de Michael Porter en la Harvard Business School (Problems unsolved and a nation divided, 2016) en el 71% de los condados estadounidenses el salario medio de sus trabajadores ha decrecido entre 1999 y 2014, habiéndose incrementado, fundamentalmente, en los condados de las áreas intensivas en conocimiento y tecnología (alrededor de San Francisco, Nueva York, Boston y Washington, D.C.) y en los condados ricos en hidrocarburos no convencionales (condados concretos de las Dakotas, Wyoming, Kansas y el Oeste de Texas). Si se mapea y relaciona la participación en el producto interior bruto de EEUU y la distribución del voto en las últimas elecciones, se colige: (i) que el mapa es básicamente rojo (el color republicano), (ii) que la Sra. Clinton sólo ganó en el 15% de los condados estadounidenses coincidentes en gran parte con las áreas metropolitanas anteriores, y (iii) que en estos condados privilegiados se concentra el 65% de la riqueza nacional (Muro y Liu, "Another Clinton-Trump divide" en Brookings Institution, 2016). La otra cara de la creciente concentración espacial de la riqueza y la pobreza es la concentración espacial de actividades y gentes que no ven un futuro atractivo en la nueva normalidad.
En un orden económico basado en la generación y uso de datos, y en ausencia de políticas públicas compensatorias, se irá consolidando una ruptura cada vez mayor entre los trabajadores (y empresas, empresarios y territorios) que tienen acceso a los datos y diseñan los algoritmos interpretativos de los mismos añadiendo gran parte del valor añadido, y el resto de los trabajadores (empresas, empresarios y territorios) que, con acceso comparativamente mucho menor a la información, generan un valor añadido residual. Hay, pues, un wage premium asociado con la educación de alto nivel y la posesión de ciertas habilidades cognitivas con un impacto negativo en los empleos en las ocupaciones rutinarias.
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