Jubilado de la docencia
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He pasado buena parte de mi vida huyendo de mí, fracasando en mi construcción. Aquellos años de juventud esperando la llegada del futuro, aguardando el papel de mi vida. La escuela, que me dejó tantos interrogantes, de la que recibí mucho más de lo que yo le di a ella, donde mi personaje a veces era creíble pero donde me contemplé tantos espacios de fuga, un Jesús de inútiles sueños siendo derrotado por la realidad. No pude aceptar el papel que representaba allí pues me sentí embaucador de lo que pretendía ser y no era. Siempre unos puntos suspensivos.
Hoy miro atrás y sigo sin comprender por qué he recibido tanto, llanto de gratitud y de petición de perdón. Allí, para mí, pude haber sido pero no fui. No sé bien realmente qué es lo que fui ni cómo agradecer los gestos que me han regalado. Años que hoy siento desperdiciados para haberme sentido yo, el hombre realizado que me pude sentir en algunos momentos, pero cuando despertaba del sueño seguía viéndome frustrado, malogrado el intento de ser yo, de estar desempeñando el papel de mi vida, pues seguía manteniéndome a la espera, eterno insatisfecho, privado de una calma en la que pudiera estar en paz conmigo mismo, consciente de estar en lo que era mi lugar en el mundo. Eterno insatisfecho, en permanente descontento con lo que podía hacer y no hacía, con lo que podía ser y no era. Y, sin embargo, muchos me podrán decir que allí estuvieron mis mejores años, aquellos en los que dejé mi mejor recuerdo, pero yo no di todo lo que podía haber dado, sólo puedo agradecer lo que injustamente he recibido.
También hubo un tiempo en mi vida en el que esa vida laboral sufrió un paréntesis, pues esto fue como poco lo que ha de llamarse vida sindical, una desafortunadamente llamada liberación. Ese no era mi lugar, así lo sentí antes y durante aquellos años que no fueron de paseo. El auténtico problema no estaba en la organización, estaba en mí, iguales dificultades o mayores hubiera encontrado en cualquier otro sitio. Puedo parecer lo contrario pero nunca he sido un hombre disciplinado y la incomodidad es grande cuando te ves forzado a hablar en nombre de otros. La libertad de pensamiento difícilmente es practicable en una organización social y no digamos de la libertad de opinión y manifestación pública de esa opinión.
Pero repito, el problema fundamental estaba en mí, nunca pude decir que me sentí engañado y como dije en el párrafo anterior, quizás recibí más de lo que di, en la balanza final me quedaron afectos para siempre e incluso, conociéndome, confiaron en mí posiciones que nunca tendrían la garantía de que fueran de su gusto. Llegado a este punto uno empieza a pensar que el papel de tu vida raramente te llega sino que eres tú el que te lo has de construir. Algunos lo pueden tener fácil pues es notoria su capacidad para mimetizarse con el entorno, para otros es algo más difícil convencidos de que la realidad es poliédrica y de que en el grupo se puede generar un pensamiento que termina desarrollándose dentro de una cámara de eco en la que solo se oye lo que se quiere oír. Esta actitud no facilita la convivencia.
Quizás el mérito mayor no se encuentra en realizar bien aquello que elegiste sino aquello que te vino dado.
El tiempo pasa y nunca sabes lo que te depara el mañana, has crecido convencido de un futuro que de golpe y porrazo puede desaparecer y así ocurrió, una enfermedad en la que nadie piensa, siempre convencidos de que el mañana será un presente mejorado, hizo su aparición y como elefante en cacharrería todo lo derribó, lo trastocó y rompió. En unos años aquel que soñó de joven con comerse el mundo (iluso él) asistía a las dentelladas de una vida que ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Deprisa (siempre mucho más deprisa de lo deseado) se fue quedando atrás y agotado de esa vida en carrera necesitó una silla en la que descansar y personas a su alrededor que cada día hubieron de tener más protagonismo sobre él.
El papel que él soñaba le estaba reservado (qué necesidad de autoengaño tiene el hombre) de pronto desapareció y quedó desnudo, era tan escaso el escenario y pequeño el texto que se le había reservado. Las candilejas se fueron apagando y el cañón que le enfocaba sólo ponía de manifiesto la oscuridad que le rodeaba. Pero la oscuridad se fue disipando y él se encontró en una paradoja que difícilmente hubiera sido capaz de imaginar: quizás ese era el papel que le aguardaba en su vida y el que le exigiría dar todo de sí.
Sorprendentemente es mucho lo que exige la nada y no todo el mundo está capacitado para ello. La sobreactuación es fácil pero no el manejo de los detalles, de los pequeños gestos que lo dicen todo, de la palabra en su justo tono y lugar, y la representación no urge, tienes tiempo para ir perfeccionándola, corrigiendo aquello en lo que te pasaste o no llegaste, la palabra que sobró o que no dijiste, el movimiento que deseaste haber hecho y no hiciste o aquel del que luego te arrepentiste. Interiorizar el papel y hacerlo tuyo. Es grande también este destino aunque nadie sueñe con él. Quizás el mérito mayor no se encuentra en realizar bien aquello que elegiste sino aquello que te vino dado y de lo que tú, al final, también arrancaste aplausos. Un papel en el que el eterno insatisfecho, sorprendentemente, encontró la paz.
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