TRIBUNA
Gracias a la Ley Integral sobre la Violencia de Género se ha logrado conculcar uno de los principios sacrosantos del estado de derecho: el de igualdad ante la ley
Vigilar y castigar |
Después del éxito sin precedentes obtenido por el invento de la violencia de género, el Gran Hermano se dispone a dar otro paso más en su incansable estrategia de control social, y ya repican las campanas anunciando al nuevo ídolo que va a ser entronizado: el acoso escolar. Entiéndanme bien, nadie pretende negar que haya hombres que asesinan a sus parejas o niños que se sienten insoportablemente hostigados por sus compañeros de clase, pero no hay nada, en realidad, que corresponda a la denominación de "violencia de género" y en muy pocos casos de trifulcas de recreo puede hablarse de algo tan grave e infrecuente como acoso escolar. Cualquiera que conserve vivo el recuerdo de sus años de colegio sabe que el hostigamiento sostenido y sistemático entre niños es una anormalidad muy puntual.
Para crear un ente de razón con apariencia de realidad solo se necesita definir un principio y crear, a partir de él, un cierto marco mental. Desde ese momento todo lo demás se deducirá por sí mismo. Si establecemos, por ejemplo, que todo hombre, por el mero hecho de serlo, es un agresor potencial, no nos será difícil precisar después la especificidad de un determinado tipo de violencia y discriminar la naturaleza y la gravedad de las agresiones en función de quien las cometa. Si además lo compaginamos con una concepción de partida en virtud de la cual podemos designar como violencia cualquier tipo de conducta que contravenga mínimamente un estado impoluto de vulnerabilidad ideal, extenderemos exponencialmente el significado del término hasta conseguir englobar en él prácticamente a cualquier mujer que tenga pareja: la violencia simplemente será sinónimo de masculinidad.
Lo mismo ocurre con el acoso escolar. Este periódico titulaba hace unos días en grandes titulares: "El acoso escolar adquiere dimensión de drama social". Uno sentía de pronto que era más peligroso para sus hijos ir al colegio que a la guerra de Iraq. ¿Pero cuáles eran los datos que avalaban dicha noticia? Pues simplemente un estudio de una profesora, cómo no, de Psicología (iba escribir Teología) según el cual nada más y nada menos que tres de cada diez niños son víctimas de acoso escolar. Esto quiere decir, para empezar, que o los acosadores constituyen una mayoría considerable o tienen un volumen de trabajo realmente espectacular. Claro que si seguimos leyendo, comprobaremos que, aunque no se nos define qué tipo de conductas se contemplan como violentas, sí se nos dice que la que predomina es, con diferencia, la "agresión verbal". Es decir, barrer para adentro.
Hay quienes se han atrevido a poner de manifiesto los intereses de todo tipo que hay detrás de muchas de estas iniciativas de las llamadas ciencias sociales: orientadores, psicólogos, pedagogos…Hemos llenado los centros educativos, las empresas, las propias relaciones humanas de una legión de normalizadores inquisitoriales cuya función es convertir en anomalía lo que, en la mayoría de las ocasiones, es perfectamente normal. También se han señalado las ventajas que este tipo de mitos sociales le procura al poder político: posibilidades de penetrar en ámbitos de la vida personal hasta entonces prohibidos, pretextos para conculcar ciertos derechos esenciales, creación de tupidas redes clientelares, etc. Lo que no creo que se haya puesto suficientemente de manifiesto son las consecuencias deletéreas que para las libertades están teniendo estas ideologías transversales so pretexto de "erradicar la violencia en cualquiera de sus expresiones".
Gracias, por ejemplo, a la ley integral sobre la violencia de género se ha logrado conculcar uno de los principios sacrosantos del Estado de derecho: el de igualdad ante la ley. Por primera vez desde el Antiguo Régimen, los individuos vuelven a ser juzgados en virtud a su pertenencia de un determinado grupo social. Con el acoso escolar ya se están arbitrando los mecanismos pertinentes de que Michel Foucault, en un título visionario, llamó "vigilar y castigar": redes de alumnos a los que se les anima a cumplir el papel de policías; líneas de teléfono que admiten el anonimato en las denuncias y, como flamante medida estelar de la Junta de Andalucía, la misma que aprueba por decreto, la autorización a los profesores para escudriñar en las almas de los móviles buscando trazas de acoso escolar. Como ejemplo de un modo escéptico y sensato de enfocar este tema, me permito recomendar una maravillosa película de Roman Polanski, Un dios salvaje, en la que a una tormentosa reunión de padres para llegar a un acuerdo sobre el castigo que ha de recibir la agresión del hijo de uno de ellos, le sucede un paradójico final: la imagen de los niños que se habían peleado jugando plácidamente en Central Park.
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