.es fundamental aligerarnos, dejar las cargas que llevamos sobre los hombros, entre ellas la carga de la educación y de todos los tópicos organizados, tener un criterio propio, llevar a cabo actos propios. (Saul Bellow, Premio Nobel de Literatura)
Desde hace un tiempo, estoy intentando aprender otra lengua. Es una lengua aún minoritaria, y que despierta extrañeza cuando no rechazo; el rechazo que sentimos a veces por lo ajeno, por lo desconocido. Nuestra lengua forma parte de quien somos, nos identifica y nos construye en la misma medida en que nosotras la construimos. Y sus palabras, de las que nos convertimos en transmisores, -y que, como ha dicho Ursula K. Le Guin, «son actos, hacen cosas, cambian cosas»- pueden también destruirnos.
Aprendemos nuestra lengua materna en la infancia. Es ahí cuando se hace carne. Lo sé, y aun así cada día yo me empeño en aprender y hacer mía una lengua que nadie me enseñó. En esta lengua nueva que quiero aprender, seguramente nunca podré manejarme como una nativa; estoy aprendiendo, nada más. Me esfuerzo, cometo errores, lo vuelvo a intentar. Anoche, por ejemplo, mi hija Jara, que tiene cinco años, se enfadó con su padre. Así que cogió un rotulador y pintó una raya negra en la butaca donde él estaba sentado. Entonces la lengua materna que aprendí en mi infancia, la del juicio y el castigo, se me dispara, y lo primero que hago mentalmente es buscar una forma de tomarme la revancha. «Acción-reacción», que diría el déspota Rachin en Los niños del coro. No creo en los castigos, reniego de ese lenguaje. Y sin embargo, ante la acción de mi hija, no consigo borrar la reacción aprendida: la venganza. Por suerte para mí y, sobre todo, para ella, el neocórtex me frena en seco. Pero el reflejo, como un fantasma escondido en el armario, sigue estando ahí.
Me pasa también, como suele ocurrir cuando aprendes un idioma extranjero, que me pillo a mí misma repitiendo frases hechas, muletillas que suenan entre ridículas y cómicas cuando las recuerdas a posteriori. Una vez, un amigo de Jara le rompió adrede un juguete que ella había hecho con sus manos. Jara lloraba a moco tendido y a mí me faltó tiempo para caer en la compulsión explicadora: «Jara está muy triste porque quería mucho ese juguete» («¡Vaya, no me digas!», debió de pensar el niño). Yo pretendía suscitar empatía y hablar de sentimientos, y sin embargo, lo que hice fue alejarme de la personita con la que esperaba poder hablar. Fue así como me di cuenta de que los adultos ninguneamos a los niños explicándoles cosas que ellos saben de sobra, porque en una sociedad jerarquizada el conocimiento es un coto privado, y «explicarle» algo a alguien es un signo de estatus y no un acto de comunicación. Hace unos años, la escritora Rebecca Solnit escribió un polémico artículo titulado Los hombres me explican cosas, en el que precisamente ponía en evidencia a esos que «explican» para dejar claro quién es el que sabe. Cuando «explicamos», la autoridad que inconscientemente pretendemos arrogarnos los adultos, una autoridad impuesta en lugar de otorgada, se convierte en un acto de violencia invisible, sutil, pero no por ello menos violento.
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Las primeras veces que intentas comunicarte en una lengua que no es la tuya, cometes muchos errores. De algunos solo te das cuenta cuando tu interlocutor hace un gesto de extrañeza, o mira para otro lado para no reírse en tu cara. Una vez le dije a una niña de cinco años que había agredido a otra: «¿Cómo te sentirías si alguien te hubiera hecho eso a ti?». Su mirada no podría haber huido más lejos. En medio de aquel torbellino emocional, una adulta le hacía una pregunta que a ella le sonaba a ciencia ficción, que la obligaba a situarse en un tiempo hipotético y condicional. Afortunadamente, tras varios intentos, fue ella la que me trajo de vuelta a lo tangible: «Una vez mi madre me rompió un dibujo», me dijo. No supe qué responder. Y me pregunté a mí misma: ¿cómo habría podido hablar con esta niña si me hubiera puesto de verdad en su lugar...? ¿Quizá en una lengua que sonara así...?:
¿Cómo te sientes? Quiero que sepas que te entiendo. A mí también me ha pasado. Muchas veces. Cuando estás triste y con esa sensación de tener un agujero dentro, aparece alguien. Dice o hace algo que te irrita. Te enfadas, pierdes la calma. Aunque le quieras. Y en el fondo del pecho, o en la boca del estómago, notas que el agujero se te abre como una herida. Entiendo que te dieran ganas de empujar, de arañar. Cuando yo me enfado también hago cosas que en realidad no quiero hacer. Podemos aprender a usar la violencia, no para herir a otros, sino para evitar herir a nadie.
Empujar. Arañar. El cuerpo de los niños y niñas habla más alto y más claro que sus palabras. Pero no se lo permitimos, por miedo a que se hagan daño, a que hagan daño a otros, a que rompan cosas. Las olas, sin embargo, no se paran por muy alto que levantemos un dique, y nuestras emociones no desaparecen aunque miremos hacia otro lado o hagamos lo posible por impedirles salir. En Play Mountain Place, una escuela que visité hace unos años, cuando un niño o niña agredía a otro nunca se le sujetaba. La persona adulta simplemente abrazaba al agredido para protegerlo. Y había una sala grande, llena de cojines, almohadones, colchones y muñecos de trapo que podían lanzarse contra la pared o contra el suelo, arañarse, morderse, destrozarse si hacía falta. Podemos aprender a usar la violencia, no para herir a otros, sino para evitar herir a nadie.
A los adultos nos remueve la rabia de los niños y niñas. Nos saca de nuestras casillas. Porque su rabia despierta la nuestra, que espera agazapada a que surja la más mínima oportunidad de saltar. La ira y la frustración que sentimos (y reprimimos) cuando éramos niñas no nos han abandonado, es solo que ahora podemos refugiarnos en el lenguaje y se han instalado en nosotras las inhibiciones sociales que evitan, en algunos casos, que lleguemos a la agresión. Pero la ira, y su hija, la rabia, no desaparecen, solo están escondidas, y asoman su cabeza en la violencia esperpéntica de los debates políticos, en la crueldad sofisticada de los concursos televisivos, en los partidos de fútbol que se enaltecen como si de batallas épicas se tratara. El miedo que no podemos (ni nunca pudimos) expresar lo proyectamos contra nosotras: comemos con angustia y compulsión; fumamos y bebemos aunque nuestro cuerpo nos pida a gritos una tregua; nos automedicamos con ansiolíticos, antidepresivos, somníferos y analgésicos; nos hacemos «corta-pegas» quirúrgicos como si comprando un bonito envoltorio pudiéramos camuflar una vida vacía... todo para evitar sentir. Y seguimos sin preguntarnos «¿cómo me siento?» porque nadie nos lo preguntó de niños. Tal como nos enseñaron, miramos a otro lado, ignoramos las señales de nuestro cuerpo y seguimos adelante, todo recto, por ese camino por el que no se puede ir muy lejos. Sobre todo si no sabemos adónde queremos ir.
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Para navegar la vida, necesitamos saber interpretar la constelación de nuestras emociones. Si no veo más que puntos inconexos y no consigo descifrar las figuras que forman, ni sé cuándo aparecen en el horizonte y hacia dónde me conducen, ¿cómo podré encontrar mi propio rumbo? Solo quien sabe orientarse puede asumir el riesgo de asistir a un navegante naufragado, de bajar a las profundidades con él sin perder el norte.
Leo a Rebecca Solnit: «Carecer de empatía equivale a haber blindado o aniquilado alguna parte de nosotras mismas y de nuestra humanidad, habernos protegido así de la vulnerabilidad». No podemos sentir empatía si no (nos) escuchamos. La ausencia de empatía es un síntoma y al mismo tiempo una coraza. Tras ellos se esconde nuestra fragilidad, una fragilidad descarnada que a toda costa queremos ocultar para evitar sufrir más. Como malos médicos, podemos insistir en reprimir el síntoma pensando que así curamos la enfermedad. Podemos, si no vamos más allá de las apariencias, caer en la trampa y creer que la máscara es el rostro. Podemos volver a juzgar, a silenciar, a castigar. Mientras tanto, en los cuerpos de los niños, y en los nuestros, se irá acumulando un poco más de culpa, un poco más de miedo, un poco más de soledad.
Dicen J. Salomé y Sylvie Galland en su libro Si me escuchara me entendería: «Los sistemas de valores no tienen poder alguno sobre los sentimientos. Puede que a veces sirvan para reprimirlos, ocultarlos o negarlos, pero no para suprimirlos. ¿Qué persona celosa se ha hecho menos celosa por haberle dicho: "No deberías tener celos"? ¿Qué niño ha dejado e tener miedo porque una persona adulta le haya dicho: "No seas tonto, no tengas miedo"?». La empatía no se aprende a través de moralinas ni libros de texto. La aprende una bebé cuando mira y observa el rostro de su madre (o de la persona con quien tenga un vínculo emocional), algo que necesitamos urgentemente recordar ahora que el valor de los cuidados pasa más y más desapercibido y se mercantiliza, masifica y low-costiza la crianza. En los primeros años de vida de un niño, las relaciones sociales son imprescindibles para desarrollar comportamientos empáticos y emocionalmente sanos, pero nuestros hijos e hijas pasan cada vez más tiempo de sus cortas vidas alejados de su familia; encerrados, no ya en casa, sino en una pantalla; encerrados en colegios donde se les impide tratar con otros niños y niñas de diferentes edades a la suya (y por tanto cuidar y recibir cuidados de otros niños, y no solo de los adultos); encerrados en clases donde su comportamiento está pautado y controlado bajo pena de expulsión; encerrados en instituciones supuestamente educativas donde el elemento más importante para el aprendizaje emocional, que es el juego libre, se restringe a media hora en un patio de cemento.
Los niños y niñas, que no tienen aún el lenguaje verbal como aliado para canalizar sus emociones, se apoyan en otras lenguas más ricas en sensualidad y sensibilidad, como las del juego, la creatividad, la música, el movimiento, el cuerpo... Todas ellos son necesarias, y sanan heridas de las que las palabras no pueden hablar. Tratar de reprimir cualquiera de estas manifestaciones expresivas en un niño o niña es como ponerle una mordaza. Sentarlos, por ejemplo, en una silla durante horas les inculca poco a poco que su cuerpo es un apéndice inerte e inservible, más un engorro que una fuente de placer y de aprendizaje, de conexión con el entorno y con otros seres. En lugar de comunicarnos con ellos en esos idiomas innatos (lo que nos devolvería buena parte de la alegría de vivir) pretendemos que sean ellos y ellas quienes apresuren su conversión en adultos unidimensionales que han olvidado que una vez tuvieron voz e identidad propia.
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A medida que voy aprendiendo esta nueva lengua, la lengua de la empatía, de la conexión, voy recuperando algo de mí. Porque para poder entender las emociones ajenas, antes hemos tenido que aprender a entender las nuestras, sin juicios ni maniobras evasivas. Estoy aprendiendo, nada más. Me esfuerzo, cometo errores, lo vuelvo a intentar. Y en el camino, me doy cuenta de que esta lengua materna, que me separa de quienes hablan el idioma de la violencia y la desconexión emocional, en realidad no me separa de ellos, porque ahora puedo ponerme en su lugar: acción-conexión. La suya es una lengua que conozco, que sigue siendo -aunque me pese- mi lengua materna. Es solo que la maternidad me ha enseñado otra, que es la que ya no quiero volver a olvidar.
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