TRIBUNA
En nombre del progreso |
Hace unas semanas escuchaba a un experto en robótica explicar la cantidad de funciones, antes reservadas a los humanos -es decir, a nosotros mismos-, que dentro de no mucho tiempo realizarán los robots. Recordaba yo, asimismo, cómo algún diputado británico se había adelantado ya a señalar los problemas que esta democratización de los robots, cada vez más perfeccionados, iba a traer consigo y la necesidad de adelantarse a legislar sobre el tema antes que nos cogiese el toro.
Las capacidades que dicho experto atribuía a estos ingenios ponían el vello de punta. Entre otros, la de realizar numerosos trabajos especializados que hoy hacemos los humanos o la capacidad de elaborar pensamientos y modificarlos pasado un tiempo. Para Kurzweil, en el transcurso de unas décadas, el progreso de las tecnologías permitirá transferir el software de la conciencia y la memoria individual a un ordenador o robot indestructible, o bien trascender las limitaciones biológicas del hombre con algún híbrido biorobótico (los ciborg).
Para comprender este proceso, el escritor Harari Yuval ha publicado recientemente dos libros (Homo Deus y Sapiens), entre los más divulgados en el mundo, en los que sostiene la siguiente teoría: en un futuro próximo será indistinguible la parte humana y la parte artificial, puesto que el hombre será portador de órganos artificiales y sus conocimientos y decisiones dependerán de una especie de prolongación cerebral también artificial. Conclusión: hemos ya iniciado la época posthumana, de la que los teléfonos móviles y otros artilugios informáticos cotidianos no son sino un aperitivo.
Lo inquietante de estas profecías no es tan sólo su contenido, sino que la mayoría de quienes las proclaman no se limitan únicamente a contarnos el futuro, sino que, dando por hecho que esto será así de forma irremediable e irreversible, parecen señalar como única salida posible la adaptación a lo que se nos viene encima o, sencillamente, el quedarse excluido.
La pregunta surge inmediatamente: ¿pero no es el propio hombre quien, con sus investigaciones, crea el progreso? ¿Acaso no está también en su mano el orientarlo en otra dirección o, incluso, detenerlo cuando sus resultados se le vuelvan en contra? ¿Merece la pena sacrificar fundamentos a cambio de lograr un horizonte tan poco atractivo para la Humanidad?
Cuando dicha actitud es presentada con cierta fruición, algo que sucede con frecuencia entre los científicos, es como si encontraran en la ciencia y la tecnología una confirmación de su concepción materialista del hombre y se subrayase asimismo su fe en un progreso determinista, forjado por el hombre pero, al mismo tiempo, al margen del mismo, lo que no deja de ser sorprendente. Fruición en nombre, eso sí, de la neutralidad científica, que parece recrearse en el cuanto peor, mejor. O cuanto más rebajado quede el hombre, más se iguale con la materia en evolución, más insignificante aparezca en el concurso de los seres vivos, más cerca estamos de la verdad que buscamos. ¿Podría ser acaso de otra manera? El conocimiento, aunque sea para ver la poca cosa que somos, nos redime. Me pregunto si hay alguna especie en el cosmos que desee tanto como nosotros hacerse el harakiri.
La idea del progreso redentor, con una visión todavía optimista del mismo, se forjaría, como tantas otras cosas, en el llamado Siglo de las Luces. Hoy ya no se percibe ese progreso con tanto optimismo, pero aún seguimos confiando en él gracias a los asombrosos avances médicos y a las ofertas de bienestar que nos procura, sobreponiéndonos, por tanto, a los elementos de incertidumbre asociados. Es el mejor argumento para introducir de soslayo otros desarrollos tecnológicos más peligrosos. Como si dijéramos: si quieres beneficiarte de aquello, tienes asimismo que tragar esto otro.
Existe siempre una salida consoladora: nada es bueno o malo del todo y, en el caso de estas nuevas tecnologías, todo depende del uso que se haga de ellas. El argumento, no por reiterado, deja de parecerme falaz. Primero, porque presupone que el hombre puede siempre controlar lo que produce; segundo: no contempla la posibilidad del mal actuante; tercero: no discrimina según edad, conocimiento, formación y capacidad de control sobre sí mismo; cuarto: dado el progreso inusitado de la ciencia y la tecnología, ¿acaso no habría que contemplar la posibilidad de que, en algún momento, lo producido fuese de tal calibre que escapase al control del productor; es decir, del propio hombre?
Embriagados como estamos por los asombrosos avances de cada día y empujados por la fuerza de los negocios e intereses surgidos alrededor de los mismos, apenas se tienen en cuenta los peligros. Preferimos apuntarnos acríticamente o mediante consuelos y justificaciones a esa idea, ya vieja, del progreso intocable. Sin embargo, nadie puede impedirnos reformularlo.
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