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El reto alimentario -alimentar a los cerca de 10 000 millones de personas que poblarán la Tierra en 2050 respetando el Planeta y a los seres humanos- pasa necesariamente por la intensificación de la investigación sobre sistemas alimentarios sostenibles y la reforma profunda del modelo de investigación actual.
Aunque asistimos a un aumento de la producción derivado de las sucesivas revoluciones agrícolas (selección de variedades, avances en genética, artificialización y mecanización, entre otras), la industrialización agroalimentaria y la relativa globalización de los intercambios, los sistemas alimentarios actuales no han logrado acabar con el hambre. En todos los rincones del mundo, se suceden los efectos negativos sobre el medio ambiente, nuestras sociedades y nuestra salud.
Esta situación es el resultado de la herencia de más de un siglo de investigación y políticas agrícolas caracterizado por:
- Una visión «productivista» predominante, según la cual el aumento de la producción alimentaria (mediante la mejora de determinadas variedades y la uniformización de la producción) y la eliminación de los obstáculos a su libre circulación (con mercados mundiales más conectados) pueden erradicar el hambre en el mundo.
- Y un enfoque compartimentado de la investigación, disciplina por disciplina y con escaso diálogo entre las ciencias naturales y sociales, en el que aquellos que diseñan los sistemas de producción apenas interactúan con los encargados de analizar los impactos nutricionales y sociales de los mismos, y menos aún con las comunidades locales productoras y consumidoras, olvidando los conocimientos milenarios de los que son depositarias.
Hoy, la mayor parte de la financiación para investigación agrícola se destina a la intensificación convencional. Los frentes de innovación promovidos reflejan a menudo la persistencia del paradigma productivista y la convicción de que los avances tecnológicos permitirán reducir las repercusiones negativas de las prácticas actuales. A esta corriente de pensamiento imperante hay que añadir el hecho de que las empresas agrícolas, deseosas de defender sus intereses, cobran un peso cada vez mayor en la financiación de la investigación. En 2008, los estudios financiados por empresas privadas del sector agrícola en los países occidentales (sin contar las partidas de I+D agroalimentaria) obtuvieron más fondos que los del sector público, que alcanzaron los 16 100 millones de dólares frente a los 18.600 destinados a la investigación privada (Fuente: Global Harvest Initiative, 2016).
La transición hacia modelos de alimentación más sostenibles ya está en marcha, aunque su progresión es demasiado lenta para hacer frente a los desafíos medioambientales y sanitarios.
La Fundación Daniel y Nina Carasso, una entidad familiar franco-española, defiende la necesidad de abordar la alimentación sostenible combinando disciplinas científicas, teniendo en cuenta a los agentes de los diversos sectores alimentarios y sus conocimientos empíricos, y de aplicar una visión transversal de los desafíos que se plantean del campo al plato. El objetivo de la Fundación es proporcionar a los investigadores los medios adecuados para comprender la complejidad de los sistemas alimentarios y lograr que los agentes de estos sistemas se beneficien de una investigación impulsada por sus necesidades.
La elección de un enfoque multidisciplinar es poco habitual y goza de escaso reconocimiento en un entorno científico aún muy segmentado. Por ese motivo, en 2012 la Fundación creó el Premio Daniel Carasso, un certamen científico internacional con una dotación de 100.000 euros cuyo objetivo es reconocer el trabajo de una investigadora o un investigador que esté a mitad de su carrera y encarne este nuevo planteamiento de investigación interdisciplinar en el campo de los sistemas de alimentación sostenibles. La persona ganadora debe integrar el análisis de todas las dimensiones necesarias para avanzar hacia una alimentación sostenible (ambientales, económicos, sociales y nutricionales) y demostrar su capacidad para pensar colectivamente en colaboración con otros investigadores y profesionales. La Fundación espera que la visibilidad de la que gozan los galardonados anime a los jóvenes investigadores a seguir esta vía.
En 2017, el jurado le ha concedido el Premio Daniel Carasso a la inglesa Jane Battersby, una geógrafa urbana de 41 años que trabaja en la Universidad de Ciudad del Cabo de Sudáfrica. La doctora Battersby recibe este galardón por la calidad de sus estudios sobre los vínculos entre alimentación, salud y precariedad en las ciudades que experimentan una rápida urbanización. El jurado también ha destacado su implicación con las asociaciones y los poderes públicos locales para el desarrollo de sistemas de alimentación que cubran las necesidades de la población urbana más desfavorecida.
Jane Battersby se suma así a una nómina de premiados que conjugan excelencia académica y compromiso social. La Dra. Jessica Fanzo ganó el premio en 2012 por su trabajo sobre las relaciones entre la biodiversidad agrícola y la seguridad alimentaria en los países del Sur. En 2015, el galardón fue para la Dra. Tara Garnett por su investigación sobre la adopción de hábitos alimentarios sostenibles como estrategia de acción frente al cambio climático.
Además de conceder este premio, la Fundación pretende fomentar en los medios científicos un acercamiento más transversal, participativo y social de la investigación alimentaria y lograr que las conclusiones de estos estudios transciendan a las esferas políticas. Para lograrlo ha creado IPES-Food, un grupo internacional e independiente de especialistas copresidido por Olivier de Schutter y Olivia Yambi cuyo objetivo es trasladar a los responsables de la toma de decisiones una lectura económica y política de los avances en la investigación. La Fundación también apoya a medio centenar de equipos de investigación dedicados a temas diversos en todo el mundo.
Por ejemplo, a Rachel Bezner Kerr, investigadora canadiense de la Universidad de Cornell de los Estados Unidos, que trabaja desde hace años en Malawi con un equipo local multidisciplinar en una comunidad de agricultores del centro del país. El respaldo de la Fundación ha permitido formar a 600 familias de agricultores para ayudarles a difundir entre otros campesinos los métodos de producción agroecológicos que han probado y adoptado y gracias a los cuales han podido reducir la malnutrición infantil en sus localidades.
La transición hacia modelos de alimentación más sostenibles ya está en marcha, aunque su progresión es demasiado lenta para hacer frente a los desafíos medioambientales y sanitarios. Ante retos tan complejos, es urgente que la comunidad científica se implique sin reservas. Es imperativo derribar las barreras que aíslan las distintas disciplinas y abrirse a otras formas de saber para informar a políticos, partes interesadas y consumidores sobre las vías hacia una alimentación más sostenible.
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