Si necesito más de una mano para contar las ciudades en las que viví, necesitaría veinte para contar las casas que habité
Heredé de mis padres, que pasearon su historia y a nuestra familia desde Euskadi hasta ultramar, una irreprimible afición por la trashumancia que me sigue arrastrando por casas y ciudades. Y si necesito más de una mano para contar las ciudades en las que viví, en alguna incluso más de una vez, necesitaría veinte para contar las casas que habité; un 'conatus', más que una costumbre, que me hace recordar, de vez en cuando, aquel viejo poema de Gil de Biedma: "…de qué sirve quisiera yo saber cambiar de piso, dejar atrás un sótano más negro que mi reputación -y ya es decir-…"
Y, aunque también recuerdo los versos de Kavafis: "… La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez…" , la verdad es que no me puedo resistir a la tentación de una mudanza y ahora, hace apenas unos días, lo volví a hacer y abandoné la vieja casa de grandes ventanales que seguirán, sin mí, mirando al sur.
La he dejado como quien deja una novia, (o un novio que suele ser más habitual) del que ya se conocen todas las historias viejas que fueron divertidas sin que las nuevas susciten el más mínimo interés; aventureros sin aventuras, marineros sin mar.
Con la casa y tras sus grandes ventanales, se han quedado la Alhambra y los caminos que van hasta la fuente o las acequias y que Diana tanto ama y tan bien conoce en sus rincones escondidos y sombríos.
Se ha quedado también el patio de la alberca y el aljibe y la sombra de la centenaria higuera y los naranjos y las viejas maderas de los alfarjes y los gruesos muros de tapial y de bolos del cercano río, que me quitaron el calor y el frío durante más de veinte años. Se han quedado las risas de los niños y el recuerdo triste de Nula y de Currillo y los atardeceres y la luz del otoño en la colina y, con ellos, se han quedado también calles y recuerdos y rincones amables y gente digna de ser querida y cuidada y mimada. Más, mucho más que las viejas piedras que tanto les preocupan a los que nada les preocupa más que su soberbia de estetas aburridos y agostados por el olor a rancio y a orín de gato de sus jazmines moros.
Se ha quedado el río y el paseo junto al pretil y los buenos días o buenas tardes o buenas noches en las paradas necesarias para saber de la familia de todos y cada uno de los habitantes que de la Carrera hacen su espacio cotidiano y que ahí seguirán, como siempre, luchando contra todo lo que ha ido poniendo cerco al barrio en nombre de su esencia que no es otra, para ellos, que el negocio de unos y el interés de otros. Pero en fin, hoy no toca hablar de estos asuntos, sólo de que me he ido por la Carrera abajo y he dejado la vieja casa, aunque ella no me ha dejado a mí.
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