MARILÓ MONTERO
Hace poco tiempo se dio cuenta de que allá por donde lo llevaba esa espalda andante era invisible
Me inquieta que me mire con esos ojos, color grosella, porque no sé qué me está diciendo. Me parece que clama auxilio aunque está apoyando su cabeza en el hombro derecho de su madre. Aparenta que está protegido por ella. Tiene algo excepcional. Acabo de captarlo; es invisible. El pelo negro tan rapado como un marine le favorece pero al contrario que un soldado no lidia en mares. Su contienda se libra una tierra roja con la que el viento tiñe de rojo su paupérrima aldea. La piel de la cara es tan preciosa como el azabache que le viste todo su cuerpo. La luz del sol lo dora. Es menudo y grande el temor que lo viste. ¿Quién eres, pequeño? No me responde, por eso me inquieta su mirada. Tampoco su madre contesta porque están inmovilizados en una fotografía tomada en San Pedro de Costa de Marfil, África. Alguien me ha dicho algo. Poco, pero lo justo para traducir su mirada. Madoussou tiene cincuenta y tres años y está implorando a Dios que alivie a su familia del profundo dolor y desdichas. Es la abuela del niño de conmovedora mirada. El día en que el crío salió de las entrañas de su madre su padre ya lo había abandonado. Cuando el bebé estaba ya fuera viendo por primera vez el mundo tuvo que esperar a que su madre le hicieran una peligrosa cirugía. Al final pudo ser abrazado por ella. La espalda de su madre a la que iba sujeto por una gran tela no paraba de caminar todo el día. Era balanceado durante tantas horas que unas aprovechaba para dormir y otras le permitían ver cómo su mamá se enfrentaba a trabajos que podían dejarlo huérfano. No lloraba cuando los mordiscos del hambre trituraban su estómago. Estaban juntos en esto y quería soportarlo con ella. Mendigaban dinero. Hace poco tiempo se dio cuenta de que allá por donde lo llevaba esa espalda andante era invisible. Al pasar frente a ellas no lo veían las escuelas. Al cruzar ante un hospital, éste cerraba sus ventanas. La policía no acudía en su ayuda en momentos de riesgo porque, al fin entendió, que era invisible. Su abuela olvidó ir al registro civil. Su nombre no está en un papel. Si hubieran escrito su nombre, fecha, lugar de nacimiento y vivienda en ese trozo de papel él sería visible y las escuelas, los hospitales le abrirían las puertas para sanarlo o enseñarle historias. La primera, poder contar la suya y la de dos millones ochocientos mil niños que no están, quiero decir, no estaban inscritos en el registro de nacimientos antes de la ayuda del Fondo ODS ¿Quién eres pequeño? "Soy Adama y tengo ocho años".
sábado, 13 de mayo de 2017
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