Hay lenguajes tan estereotipados, tan huecos y complacientes que resultan incluso ofensivos
Frente a lo que afirman muchos escritores, editores o libreros y en general la gente que vive o medio vive de los libros, que por otra parte son -somos- parte interesada, leer está muy bien visto y de hecho no conocemos a nadie que desaconseje abiertamente la práctica, aunque es verdad que hay quienes la observan -incluyendo a algunos de sus defensores, notoriamente refractarios- con evidente o secreta desconfianza. Desde niños escuchamos que los libros son maravillosos y no es difícil comprobar la veracidad del enunciado. Para hacerlo, sin embargo, quizá convenga ignorar los blandos y manoseados argumentos que invocan, con efectos más bien contraproducentes, los tartarinescos pregoneros de sus virtudes, oyendo a los cuales se diría que habitamos una espantable distopía donde estuvieran prohibidas las bibliotecas.
Salvo para los figurones autosatisfechos y su corte de aduladores, la cultura tiene poco que ver con lo que llamamos el mundo de la cultura y menos aún con sus manifestaciones más sociales o espectaculares, tan jaleadas, una especie de prescindible teatrillo de vanidades al que los políticos y los periodistas prestan una atención excesiva. Es lógico que los profesionales del sector reivindiquen su trabajo, pero sorprende que lo hagan como si fueran objeto de un acoso permanente. Los que definen la lectura como una forma -que lo es- de íntima resistencia, no deberían reclamar o exigir para todo el apoyo de las instituciones, a no ser que piensen que la rebeldía admite ser subvencionada o que hay poderes buenos -los que se avienen a financiar sus actividades- y otros que representan el mal absoluto. Tal es el planteamiento, en el fondo coherente, de quienes aspiran o se han acostumbrado a vivir del presupuesto, que hablan de lo suyo -¡no hay respeto por la cultura!- con una grandilocuencia no exenta de picaresca.
Con su sarta de tópicos mal hilados, los rimbombantes discursos a propósito del fomento de la lectura -expresión ya hecha en nombre de la cual se perpetran tantos desaguisados- siempre nos ha parecido que favorecían la bibliofobia, del mismo modo que las rutinarias lecciones de ciertos profesores pueden inocular de por vida el odio de la literatura. Hay lenguajes tan estereotipados, tan huecos y complacientes que resultan incluso ofensivos. Si se trata de extender un hábito benéfico y emancipador, empeño sin duda loable al que deberían dedicarse muchos de los recursos que se destinan a producir eventos, la única fórmula eficaz se resume en dos palabras: educación pública. Ahí está la clave y todo lo demás es palabrería.
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