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No pertenece a nuestra nación. No comparte nuestra ideología. No procede de nuestra clase social. No es de nuestra raza. No profesa nuestra fe. A veces cabe incluso preguntarse si es de nuestra misma especie. Se trata de "el otro".
Con estos rasgos define Ricardo Llamas en su Teoría torcida al enemigo por antonomasia, el epítome del mal. El otro ha sido de manera sistemática un índice de decadencia de la sociedad: la presencia del enemigo, el extranjero, el loco o el pervertido ha supuesto a lo largo de la historia un marcador infalible de la pérdida de valores y de la debilidad de una nación.
La historia de Estados Unidos resume a la perfección esta tendencia mundial. En el baluarte de la democracia han sido objeto de persecución y discriminación indígenas, negros, judíos, comunistas, homosexuales, musulmanes... El nacionalismo y la obsesión por la sangre pura —ya presente en tiempos romanos y recuperada, entre otros, por el nazismo— son una constante histórica, y su método, cansinamente reproducido.
En líneas generales, coincide con lo que Abraham Roback denominó etnofaulismo: localizar el vicio en el otro. Solo así se explican los primeros nombres que recibieron enfermedades como la sífilis o el sida o que aún reciben diversas prácticas sexuales. Leroy-Forgeot lo llamaría silogismo del otro: "X es malo. Mi enemigo es malo, luego es X".
A modo de ejemplo, en 1991 la primera ministra francesa, Edith Cresson, afirmaba que el 25% de los ciudadanos estadounidenses, ingleses y alemanes eran homosexuales. Países como Irán o, más recientemente, la región de Chechenia directamente niegan la existencia de personas LGTB en sus fronteras. Como explica Llamas en su libro, la homosexualidad "constituye la quintaesencia de lo extranjero, de lo ajeno".
Para reforzar la propia identidad por negación de lo abyecto, es necesario realizar un exorcismo y situar el mal en el otro, lo que explica por qué históricamente la sodomía siempre la ha practicado el foráneo —el extranjero, el urbanita, el aldeano, el indígena, el colonizador...— cuando no directamente el enemigo —según a quién se preguntase, el fascista o el comunista, el capitalista o el proletario, el hereje o el religioso...—.
En español y en inglés aún conservamos las palabras bujarra y bugger para designar peyorativamente al homosexual. El primer término era usado por los cruzados como insulto contra los herejes, que se identificaban así con los búlgaros —ortodoxos—, origen de ambas voces. El mismo envilecimiento han sufrido en nuestra lengua otras palabras, como gitano, judío, cafre, bárbaro, mameluco, vándalo, esclavo —'eslavo'— o villano.
Aunque la historia continúe empeñada en buscar culpables, quizá vaya siendo hora de madurar como sociedad y empezar a asumir que la culpa siempre es nuestra.
Actualmente, el papel de los medios de comunicación es clave en esta cuestión. Entre reportajes de banalización del mal —al fin y al cabo, ¿qué podría salir mal?— y de normalización de la miseria —que podríamos titular ya "Estos locos millennials"—, las mismas estrategias de deslegitimación utilizadas históricamente contra musulmanes, judíos, indígenas, negros, comunistas y homosexuales se han esgrimido contra las nuevas amenazas del siglo XXI, como los indignados del 15M y movimientos homólogos, sin olvidar a los actores de siempre.
La primera estrategia para desacreditar es la trivialización, demostrar la irrelevancia, infantilidad o inferioridad del objetivo. En la práctica, esta estrategia se ha traducido sobre todo en la exotización o frivolización, esto es, mostrar al individuo o colectivo como extravagante, singular, llamativo. Puede pensarse por ejemplo en el interés científico que durante el siglo XIX despertaron razas distintas a la caucásica o, en la actualidad, la cobertura televisiva del Orgullo LGTB o del 15M en sus inicios. Tampoco ha sido inhabitual la feminización; en una sociedad aún fuertemente machista, la igualación con lo femenino sigue suponiendo relegar al estigmatizado a la invisibilidad o a mero objeto de mofa.
La segunda estrategia, normalmente consecutiva a la anterior —que no obstante no cae en desuso—, es la demonización, presentar al otro como un salvaje, un peligro para la sociedad. Ya es famosa la obra de Owen Jones sobre la demonización de la clase obrera en Reino Unido; no cuesta relacionarla con el pánico rojo, los peligrosos sociales, los perroflautas o la actual ola de islamofobia en Occidente. Tampoco nos es ajena la xenofobia, particularmente hacia los inmigrantes latinos, rumanos, marroquíes y chinos.
Con la revitalización de las extremas derechas y las proclamas de devolver el país a sus ciudadanos —o "hacer grande al país de nuevo"—, el discurso demonizador va mucho más allá de instaurar una "doctrina del shock" o pavimentar el camino hacia nuevas "democracias iliberales" o "autoritarismos competitivos".
La otrorización, convertir al congénere en otro, implica una separación, despojar a la persona de su humanidad. Cuando se logra anular toda posibilidad de empatía, las personas pierden la noción de lo justo y proporcionado y son capaces de permitir auténticos horrores. El otro queda apartado de la sociedad, en los márgenes de lo tolerable, dudoso entre tratar de pasar desapercibido o asumir las consecuencias de luchar por su visibilidad. Esta otredad es la que une a todos los otros en un mismo sino y, a la vez, los enfrenta entre sí en cuanto otrorizados.
Culpabilizar al otro se presenta como la solución fácil y una catarsis inmediata. Más allá de su intensa instrumentalización política, el recurso al otro externaliza la responsabilidad y permite a los ciudadanos vivir sin mácula aparente. No debemos, sin embargo, ser llamados a error: nada nos diferencia de aquellos a los que achacamos todos los problemas de nuestra sociedad. Aunque la historia continúe empeñada en buscar culpables, quizá vaya siendo hora de madurar como sociedad y empezar a asumir que la culpa siempre es nuestra.
El autor forma parte del grupo El Orden Mundial
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