TRIBUNA
Nuestra relación con las personas y las cosas o, mejor aún, las representaciones que de ellas nos forjamos conforman el eje sobre el que pivota la vida corriente
Cuidadores de almas |
La condición lógica de todo hombre o mujer que se sitúa ante la realidad es juzgarla. Y la manera de enjuiciar pasa, primeramente, por percibir los objetos reales externos y representarse los internos. Pero el segundo momento judicativo, simultáneo, consiste en interpretarlos. En el juicio de intención interpretamos conductas ajenas, aunque el acto del otro no sea intencional. Es siempre un juicio conjetural, una creencia, porque aunque haya intención el otro no la muestra, sino que nosotros la presumimos. Por eso la reflexión sobre las interpretaciones o creencias no puede hacerse en términos de certeza, sino de verosimilitud y son susceptibles de duda en diverso grado, de manera que unas resultan disparatadas y otras evidentes, pero al cabo todas arrastran un cierto carácter probabilístico.
El error de interpretación más sutil y difundido se produce cuando se confiere carácter objetivo y certero a un momento tan subjetivo como es el juicio de realidad. Se trata de una aproximación al delirio, un riesgo al que la misma sociedad en su conjunto puede quedar transitoriamente expuesta. Ahora bien, tan natural proceso en la pragmática de la vida cotidiana puede sembrar la semilla del diablo en el corazón de los hombres y derramar abundancia de sufrimiento en ese mundo de la vida. Nuestra relación con las personas y las cosas o, mejor aún, las representaciones que de ellas nos forjamos conforman el eje sobre el que pivota la vida corriente. De esas representaciones surge una confianza o desconfianza radical hacia la realidad con la que nos jugamos nada menos que la vida de relación, la vida social y la identidad ante los demás. Pero, así como los animales se rigen por su instinto como guía infalible y automática para la supervivencia, los seres humanos necesitamos tomar distancia de nuestras representaciones para vivir. Para vivir con conciencia de nuestros vínculos y nuestros roles, de las pasiones que nos acechan o las certezas que nos guían.
Las preguntas acerca del origen del mundo, del bien y del mal, del destino o del sentido de la vida han suscitado desde siempre diversidad de interpretaciones más o menos elaboradas desde la filosofía y la religión. En ellas nos va la manera de estar en el mundo. Aceptamos determinadas creencias que, andando el tiempo, son modificadas según la verosimilitud que se les concede en cada momento. Filosofar, en este sentido, se convierte en una necesidad humana para vivir, en una dimensión humana de la que no podemos prescindir. Kant reconocía en todo ser humano una disposición natural para filosofar. Pero la modernidad, que ha demostrado altas capacidades en el uso de los medios, ha olvidado el de los fines de la vida humana, de aquello que impregna de significado la existencia. Se eluden los aspectos más negativos de todo conflicto existencial, a pesar de que su abordaje es un poderoso motor de crecimiento. Y se fomenta, en cambio, el imperio de la farmacocracia que los esconde en los sótanos de la conciencia y los aparta de toda meditación, como si tuviera algún sentido medicar el resentimiento, la culpa o cualquier dilema moral surgido entre principios, medios y fines. Tampoco sirve de aliviadero dejarse caer ocasionalmente en niveles de conciencia por debajo del pensamiento, como se hace cada noche durante el sueño. O como ocurre en el encuentro sexual o con el consumo de alcohol, tranquilizantes, antidepresivos, comida, juego y todo el espectro de drogas ilegales que, consumidas en cantidades significativas, hacen de muro de contención de la locura latente y que nada resuelven. De esa negativa a encarar el dolor surgen las adicciones. Toda droga objeto de adicción encubre conflictos existenciales, lo que irá alzando, entre la realidad y el juicio, una estela de profunda distorsión que elimina la riqueza de la realidad y recluye en la quimera de la vida psíquica. Sin embargo, filosofar puede constituir una fórmula fundamental para arrojar algo de luz sobre las trampas de nuestras concepciones acerca del mundo. Tal vez por ello Sócrates consideraba la sabiduría como la mayor virtud; para él comprender permite dar cauce al bien al que todo ser humano está orientado. Y quizá por el mismo motivo atribuía a la ignorancia el origen de todo mal.
Amable lector, el libro de la vida regala a cada uno una sola página. Se puede dejar en blanco, borronear o escribir en ella algún endecasílabo con la prosa de los días. Como cuidador de cuerpos apelaría a mis amigos los doctos filósofos de la ciudad a que rescaten la milenaria tradición de los cuidadores del alma y -más allá del hermético lenguaje para iniciados que comparten intramuros de sus academias- nos enseñen, además de filosofía, a filosofar, es decir, a contemplar e interpretar mejor la realidad.
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