TRIBUNA
Cuando las palabras se empapan de banalidad se apaga el fuego que en éstas arde. El fuego de la amistad es el fuego de la admiración
Elogio de la amistad |
Como tantas otras cosas importantes su origen está en ese mundo analfabeto y estival que es el de la infancia. En aquellas tardes de agosto, cuando el reloj del niño perdía todo compás con el tiempo adulto y por primera vez teníamos una cierta conciencia de aquello que significa estar solos, la tarea de reunirnos se imponía con una inercia casi marcial. Se peregrinaba bajo el sol, portal por portal, desbaratando siestas familiares, siempre con aquel interrogante -¿bajas?- imperativo en el fondo. Una tarea de reclutamiento que sólo acababa cuando todos habíamos sido alistados; pues la forma primera de la amistad no fue sino la de una banda. Nuestra empresa común, en este caso, era la de asaltar con éxito las fronteras que, por niños, se imponían a nuestro lenguaje, a nuestros juegos y a nuestra geografía. La amistad se ejercía así comulgando en la infracción, explorando alegremente contra aquella primera -y ya inevitable- moralidad que intuíamos si no injusta sí por lo menos tediosa. Pero, paradójicamente, aquel juego de transgredir daba al mismo tiempo forma a nuestra primera ética. Y es que ser amigo era, ante todo, lo contrario a la delación, es decir, a la corrupción. El ejercicio de la amistad, aquella primera aproximación al amor más allá del hogar, era a su vez nuestro primer acto político.
Cuando Étienne de La Boétie escribió su obra más conocida, Sobre la servidumbre voluntaria, apenas había cumplido los dieciocho años, y no había conocido aún a aquél con quien trabaría la que sigue siendo la amistad más ilustre, enigmática y extrema de la literatura: a Michel de Montaigne. Sin embargo, aquel libro casi juvenil era ya también la incursión en una idea, la de la amistad, que La Boétie opone a la tiranía y en la que él ve un antídoto a ese misterioso y desdichado afán de los hombres por someterse al poder. La amistad "jamás se hermana ni con la crueldad, ni con la deslealtad, ni con la injusticia", nos dice La Boétie, sino que impone "apreciar los nobles hechos, manifestarnos reconocidos a la mano que nos ha dispensado bienes, y privarnos hasta de nuestros placeres para aumentar la gloria y progresos de aquellas personas que se han hecho acreedoras a nuestro aprecio". Para el filósofo francés la amistad era un acceso a la virtud a través del amor; es decir, un amor cívico que, como supieron ver los clásicos, nos vacuna contra esa vil enfermedad del corazón que es la de lamentar la dicha ajena. Un sentimiento, nos dice, que tiene su sede en "el eterno principio de igualdad", pero que años después se integrará con un rostro mucho más reconocible, el de la Fraternité, dentro de la conocida trinidad revolucionaria. Un valor, el de la fraternidad, que padecerá su antítesis en el siglo XX, precisamente a manos de esa teología política de la enemistad, de esa idea del enemigo como fuente existencial, que bien teorizara el no tan lúcido como mezquino, Carl Schmitt. Ese jurista alemán cuyo infame legado presta hasta hoy servicio a los odiadores profesionales.
Y es que la amistad no tiene su origen en el a menudo cobarde brío ideológico de la facción, ni en la pura complicidad de intereses del amiguismo. Al contrario, como cuenta Proust, con el tiempo uno aprende que no se unen en verdadera amistad quiénes únicamente tienen igualdad de opiniones u objetivos, sino que es requerida consanguinidad de almas. Una "nobleza de espíritu", como se dice de los Os Barões Portugueses de Musil. La amistad es un amor sin contrario. Un sentimiento sin rival.
Y en la amistad, claro, es importante el tiempo. El viejo amigo que con su tacto hace presente el pasado, y con su indulgente lealtad nos hace más fácil soportar la culpa de todas esas miserias propias que él conoce mejor que uno mismo. Y es también el tiempo el adversario que la amistad vence cuando, sin ya toda la vida por delante, uno reconoce esa afinidad sublime que nos promete la distinción romántica de "ser amigo de un amigo", y es capaz de hacer síntesis de su presente y pasado con las palabras y en los gestos, trenzando así esa dimensión donde el humor es el humilde y plácido humor de llevar una vida juntos. El lugar dónde, como escribiera Gil de Biedma, el dolor es tierno.
Cuando las palabras se empapan de banalidad se apaga el fuego que en éstas arde. El fuego de la amistad es el fuego de la admiración. Y no es extraño que mientras el término amigo se va convirtiendo en unidad contable para el carisma vírico del ego digital, el noble hábito de admirar va poco a poco desapareciendo de la esfera pública. Pero si se mancillan las palabras siempre habrá símbolos donde la banalidad no pueda poner sus sucias manos. A Ignacio F. Garmendia le gusta evocar esa lápida que la escritora Jan Morris y su esposa Ellizabeth tienen dispuesta en Gales para cuando mueran. "Aquí yacen dos amigas", reza en galés su epitafio. "Yo era ella. Ella era yo", sería la forma en la que traduciría Montaigne esa inmensa teología amistosa.
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